Sad Girl

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Ojos de lechuza y labios de corazón. Piel de nieve, cabello de cisne negro.

Una carita de muñeca antigua, que miraba al mundo sin mirarlo realmente.

Sus ojos brillaban siempre, sobresalían como dos esferas de obsidiana. Unos ojos que no lograba descifrar, pues miraban al mundo como desde otro muy lejano. Ella estaba encerrada detrás de sus pupilas, detrás del cristal húmedo de sus ojos de perla negra.

Era triste.

Era la muñeca más triste del mundo.

Era la tristeza encarnada.

Hermosa como una lágrima.

Aunque bien hubiera podido ser solo un capricho mío, encontraba esa expresión de desesperanza demasiado hermosa como para ser humana.

Sus mejillas encendidas por el frío y su aliento hecho nubes de tormenta, eran lo único que me confirmaban que vivía. ¿Cómo vivía con tanta tristeza?

Esos benditos ojos, brillaban por una razón. Brillaban porque estaban cubiertos de lágrimas, porque nunca derramaba ninguna, pero siempre parecía a punto de hacerlo.

Como me gustaría acunarla para que me empapara la ropa de salados ríos de tristeza, para rozar sus mejillas con el pulgar y lavarle las penas de las pestañas con besos.

Sin embargo, temía su sonrisa. Porque esa expresión eternamente dolida, como la de una viuda antigua, era exquisita.

Toda ella era exquisita en una forma oscura y única. La desolación nunca había tenido un rostro tan hermoso.

Parecía estar en medio de un duelo. Algo le lastimaba el alma, alguna astilla enterrada en su vida. ¡Cómo hubiera deseado saber que era! ¿Con qué objeto? ¿Con qué motivo? Amaba esa triste mirada de ojos brillantes. ¿De verdad quería consolarla? ¿Verla sonreír?

Mi mente era extraña, diferente. Desde pequeño, encontraba belleza en lugares imposibles. Ella era un imposible. Una nueva estampa de pureza para mi oscura mente.

No. No quería verla sonreír. Triste, dolida, encerrada en ella misma. Así era muy hermosa. Con sus pequeños labios rosas en una fina línea, sellada por un voto de silencio espiritual.

Si me hubiera concedido aunque solo fuera una de sus lágrimas...

No me interesaba acercarme, hablarle o saber de ella. Iba siempre a ese café oscuro y solitario como se va a una galería de arte: era el cuadro que me sentaba a admirar.

La amaba con profundidad. Amaba cada aleteo de sus pestañas, cada respiración, cada vez que se pasaba las manos entre el cabello, cada trago de café que daba, cada mirada que le dirigía a la ventana. La amaba con desesperación. Una obscena desesperación. La amaba de lejos, la amaba como un asesino a una víctima, la amaba en secreto, la amaba por ser triste, la amaba solo por el hecho de existir.

La sigo amando. Sigo soñando con ella, sigo viéndola en los reflejos de las ventanas cuando llueve, en el polvo bajo la luz del sol, en el humo que asciende desde las tazas de café, en el gris de las nubes y el callar de las aves. La sigo amando en las horas muertas de la madrugada, cuando sus ojos de azabache maldito no me permiten dormir.

Es ahí cuando me pongo de pie y miró el recorte de los obituarios que tengo clavado sobre la cama. Como una cruz, algo a que rezarle en la desesperación.

La fotografía siempre me hacía sonreír, porque ella no estaba sonriendo.

Murió de tristeza, que hermosa forma de morir.

14 Días de San ValentínDonde viven las historias. Descúbrelo ahora