–¡Deja de reírte! –me espetó con rabia, arrojándome los zapatos de tacón.
Zapatos prestados que le habían sacado más ampollas que provecho. En realidad, todo era prestado desde los tacones hasta el maquillaje y el dinero con el que compró ese bello vestido.
Apretó los dientes para no llorar, pero yo no dejaba de reírme
–¡Cállate ya, hijo de...! –se mordió la lengua con rabia y apartó los ojos.
–Dilo –dije con una pícara sonrisa. –No tiene nada de malo.
–¡Claro que lo tiene! –gritó de nuevo. –¡Me lleva la...! Odio ser así.
–Te digo que no tiene nada de malo.
No podía parar de sonreír, divertido como nunca lo había estado en mi vida. Y ella no podía dejar de fruncir el entrecejo y morderse la lengua para no soltar todas las malas palabras que sabía tan bien.
Nunca había visto a una mujer maldecir así... de hecho, creo que incluso superas a varios hombres.
Eso fue de las primeras cosas que le dije. En un tiempo donde las primeras impresiones importaban y los secretos abarrotaban la convivencia con una nitidez tan palpable, que es una regla no dicha ignorarlos.
La verdad, es que nunca pensé que ese comentario fuera a afectarla a tal grado. Pero de eso ya casi un año...
Se abrazó a si misma y pateó uno de los tacones hasta la calle, con una rabia aterradora.
–Y lo peor es que no traigo llave del departamento... –suspiró con desolación, al tiempo que se sentaba en la banqueta.
Me senté a su lado con cautela, como si se tratara de una bestia anesteciada.
La Carretonera. Ese era el ápodo que el grupo de amigos le había dado con una inocente burla.
No era una exageración, de verdad hablaba como un pirata. Y ella portaba el título con un débil orgullo que yo había logrado destazar en más de una ocasión.
Ambos éramos almas rabiosas y sin rumbo fijo, demonios encerrados en cuerpos humanos, pirómanos de las emociones. ¡Era tan bonito verlas explotar y arder en llamas! Por eso estábamos tan jodidos.
La Carretonera se había impuesto, en el último par de meses, un arduo entrenamiento zen para dejar el vicio de las malas palabras. Un ritual casi tan magnífico, como el de una modelo para una pasarela.
Tal parecía que hoy sería su «Día D», la noche más importante, el triunfo asegurado.
No sabía el nombre de ese monigote con el que le habían arreglado el encuentro, y no me interesaba.
Ella apenas y tuvo que mover un dedo para que ese chiste de relación funcionara. Sus amigas se encargaron de casi todo. Ellas revisaban sus conversaciones, le decían que usar y, sobre todas las cosas, le decían que decir.
Aunque la orden era tan simple como: No digas nada.
Una pobre elegía para una mujer como ella, tan amante de las palabras... en especial las peores.
Como sea, era obvio que nunca había querido ese encuentro, nunca había querido subirse a esos tacones y nunca había querido haber cerrado la boca por tanto tiempo. Porque ahora sabía que no habría más opción que mantenerla cerrada para siempre, pues las maldiciones saldrían de sus labios como una explosión.
–Ya no quiero hacerlo –dijo en voz muy baja. –No quiero hablar con tantas malas palabras. Por algo me dicen La Carretonera.
Hice una mueca pero no dije nada.
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14 Días de San Valentín
RomanceCatorce historias cortas, catorce formas distintas de encontrarse con el amor. ¿Alguna de ellas te habla a ti?