Cazador de estrellas

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Él me encontró.

Siempre creí en esa absurda leyenda. La que contaba que todos habíamos nacido con un hilo rojo atado al meñique, que estaba unido al meñique de alguien más. Entonces así era como sabías que alguien en algún lugar del mundo te esperaba.

Que gran tontería.

Siempre creí en ello... continúo haciéndolo.

¿Alguien alguna vez ha visto ese maldito hilo rojo? Supongo que nadie, y supongo que nadie me creería si le dijera que yo lo vi.

Lo vi en una sonrisa blanca y unos ojos teñidos de luna, en un mundo de pecas y unas piernas hechas para trepar al cielo.

Lo supe en cuanto lo vi, en cuclillas sobre la baranda del balcón.

No existía nada más precioso en este mundo que su simple estampa, que esa sonrisa fácil y esa risa inocente. La forma en que se mordía los labios y como saboreaba al mundo. Se lo comía con gula, como si cada día despertara en uno nuevo.

Su alma se balanceaba entre las estrellas, se colgaba de la luna y se cobijaba con la sábana negra de la noche.

Lo miré toda la velada, en aquella posición gatuna, mirando el cielo con adoración.

No me atreví a acercarme hasta que la música de la fiesta se diluyó con el alcohol en mi boca. Jamás hubiera sido capaz de romper esa delicada burbuja, si no fuera por ese dulce veneno etílico. Sin embargo, en realidad fue él quien me invitó a acercarme sin que yo me percatara de ello. Fue él el que quería encontrarme en primer lugar.

Me observó con una genuina atención. Así era como él miraba todo. Podías sentir que de verdad importabas solo con que él te volteara a ver. Te miraba como al ser más hermoso del universo, te hacía creer que en verdad lo eras.

Esa alma tranquila, es espíritu libre, esos ojos inocentes.

Conversar con él era extraño y hermoso. Era conocer otra vez el mundo, era el mundo hablando contigo.

Su voz era mil voces, sus manos una orquesta. Todo le causaba emoción, buena o mala. Porque no le temía a las emociones. Todas valían la pena, todas eran dignas de usarse.

Nunca nos dimos los teléfonos después de ese misterioso encuentro, –incluso dudo que tuviera uno–, pero él siempre encontró una forma de dar conmigo.

Esa es la razón por la que creo en ese hilo rojo. En ese destino que a todos nos espera en alguna parte de este mundo... o de otro.

Él me enseñó a sentir sin siquiera tocarme. Jamás se atrevió ni a tomarme de la mano, cuando era lo que yo más quería en esta vida.

Ingenua. Él ya había sobrepasado esas barreras, él ya estaba por encima de esas cosas. Él vivía en un lugar mucho más interesante; había contemplado al mundo entero y ahora añoraba otro, por eso le encantaba crearlos.

No necesitaba manos para acariciar, pues él ya había aprendido a tocar las almas directamente. A sentirlas con las manos desnudas, a besar los sentimientos y amar a todos los secretos que se escondía en las arrugas de los párpados la reír.

Tenía una forma muy particular de hacer las cosas, una forma muy específica para sentir. Sus sentidos estaban combinados en formas impensables y se movían al ritmo que se mueve la vida, se movían con la energía de las estrellas.

El sol de este espacio, le daba energía. Pero también había aprendido a tomarla de los soles de las estrellas, de las constelaciones muertas del cielo. Era como si abrazara ese trozo de alma que aún alcanzaba a llegarnos a través de los años que cargaba la luz. Y lloraba por esas estrellas muertas a trillones de kilómetros. Le entristecía la soledad de éstas.

14 Días de San ValentínDonde viven las historias. Descúbrelo ahora