Cimopolia se permitió dar un ligero paseo por las ruinas del palacio antes de cumplir su encargo. El tiempo, como otras tantas cosas, formaba parte de esos conceptos humanos que no terminaba de asimilar. Un día, una hora, tres años; desde la eternidad era incapaz de notar diferencia. Que la familia Seraph estuviera ahí para recibirla, inmutable en su condición fantasmal, sin ausencias, aunque siempre con nuevas incorporaciones, no ayudaba precisamente a controlar el tiempo que trascurría desde que adoptaba forma humana. O a administrarlo.
Generaciones de espíritus saludaron a la guardiana. A pesar de la novedad que suponía, ninguno se acercó a molestarla. Las cuatro libélulas, que iluminaban tenuemente su camino al volar, eran sinónimo de una obligación por cumplir. Otros fantasmas, sin embargo, la ignoraron. Como el padre de Lidia; sumamente interesado en leer lo que parecía el boletín de notas de su nieta, o el pequeño Barrington, que se entretenía arrancándole las patas a una araña para desesperación de su tía.
―Tu madre se revolvería en la tumba si te viese hacer eso ―farfulló entre dientes una mujer cansada de lo vivido y el hastío de la muerte. Hizo amago de pegarle un cachete, pero al final la amenaza se convirtió en un débil saludo para Cimopolia. La criatura le devolvió el gesto, sonriente. De todos a los que había protegido alguna vez, guardaba un recuerdo muy especial de ella y sus hermanas. Siempre la llamaban para que las ayudara a escapar de su propio hermano, Amadeo, verdugo y amigo.
Cimopolia suspiró. Si hubiese que marcar un antes y un después en la línea generacional, esa sería la existencia de Amadeo Seraph. El resto de vidas no eran más que pinceladas anecdóticas, retazos de historias en las que rara vez había participado o que no merecían la pena ser recordadas. Algunas habían dejado atrás un cuadro que se acumulaba en la galería de antepasados, libros cuyas hojas se consumían, ropa devorada por polillas o deudas de sangre. Y otros dejaban maldiciones y monstruos.
La guardiana se internó por un pasillo prácticamente derruido. El interior del palacete compartía la misma decadencia que su fachada. Era un desastre ya irremediable, fruto del descuido y desinterés de sus últimos dueños. La luz que las libélulas desprendían arrancó pedazos de sombras a las desprendidas paredes. Aquella zona, hundida y casi desmoronada, con el esqueleto de la construcción asomando entre la pintura, recordaba a la garganta de una bestia. Cimopolia extendió un brazo. Ni siquiera sus colores sobrevivían a esa zona, devorados por las tinieblas que recorrían la galería y sus pasadizos.
Por ello, el contraste con el salón era particularmente notable. También estaba a medio descomponer, anclado para siempre en una estampa azul debido al cielo que se filtraba por los diversos agujeros. El azul oscuro, con una pizca de gris, coloreaba unas paredes en las que el polvo brillaba como estrellas. Y en su centro, un hombre anclado en los treinta para siempre tocaba el piano.
El intérprete se devenía con cada nota, arrancándole al instrumento un sonido extraño, que muy pocos se atreverían a clasificar como bonito. Con tranquilidad y supuesta pericia, se iba inventando aquella melodía desafinada. Bien porque improvisaba, bien porque el moho cubría los engranajes del piano y su carcasa de madera estaba a punto de deshacerse por la carcoma.
Desde su puesto de espectadora, la guardiana contempló a Amadeo Seraph. No era del todo corpóreo, al igual que el resto de los fantasmas, pero se movía con una ilusión de la que carecían los demás. Tenía más energía que algunos vivos y casi podría parecer uno de ellos sino fuese por la palidez grisácea, la inexpresividad de sus ojos o los momentos en los que se volvía completamente traslúcido. Para ella, que lo había conocido en ambos estados, no había casi diferencia: tenía la misma sonrisa de loco contenida en un rostro sereno que a veces lograba parecer hasta confiable. Su elegancia natural resistía al destrozo de su cuerpo: trece cuchilladas desgarraban su pecho en una amalgama de tela rota y sangre seca.
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Donde sueñan las libélulas © (Concurso elementales)
FantasyLos Seraph son una familia antiquísima que por tener tienen hasta castillo en ruinas, un concurrido cementerio familiar y una maldición que ha ido acabando con todos ellos a lo largo de los siglos. Velvet, la última descendiente viva, está decidida...