EPITAFIO: Dándole nombre al eco

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Cimopolia caminaba con inmensas zancadas, algo saltarinas, con las que encabezaba una procesión fantasmal que se arremolinaba, entre curiosa e indiferente, en un riachuelo grisáceo que cruzaba los portones del castillo y se encaminaba hacia el cementerio. Algo más atrás, Velvet intentaba mantener su ritmo. Gracias al antídoto había recobrado el color y el aliento, pero su paso continuaba siendo un traspié continuo. Si la muchacha continuaba en pie era por pura fuerza de voluntad, bastante tozudez y la pala que usaba para apoyarse.

Todavía quedaba una última libélula cuando el alba empezó a perfilarse sobre las copas de los árboles. Era un amanecer tardío, propio de aquellas tierras perdidas que habían sido olvidadas hasta por el sol. El insecto, cuyo vuelo era cada vez más lento, cada vez más torpe, dejó de batir las alas y se desplomó sobre el hombro de su dueña. Su diminuto corazón también se ralentizó, congelado en un sueño que duraría todo lo que quedaba de noche.

La guardiana no estaba dispuesta a desaparecer en el momento final de la gran obra.

Velvet cruzó la verja del cementerio sin apenas detenerse, segura y confiada, aunque todavía algo tambaleante. El sistemático orden de tumbas y epitafios abrazó su presencia, invitándola a cruzar sus pasillos, guiándola bien por instinto, bien por las voces espectrales que no paraban de susurrar dónde estaba la fosa.

"Sigue adelante, niña."

"Todo recto."

"¡Ahora a la derecha!"

"Ya casi has llegado..."

La fosa común contrastaba entre las lápidas polvorientas. El tiempo había borrado la mayoría de los nombres, distorsionándolos hasta volverlos irreconocibles, por lo que todas aquellas tumbas; las ilustres y las presumidas, las ostentosas y las importantes, se habían vuelto tan anónimas como la tierra revuelta que presidía el claro.

―La verdad es que nunca le había dado mucha importancia ―murmuró la chica. A su lado, Cimopolia levantó la mirada por educación, consciente que la muchacha hablaba consigo misma―. Y ni siquiera sé por qué he pensado en ella... Tampoco es tan importante, pero...

La joven se arrodilló. La tierra, oscura, negra, estaba tan húmeda como si acabase de llover encima suyo.

―No podía dejar de pensar en la torre ―se levantó y sacudió la pala antes de ponerse a cavar frenéticamente―. Todos soñaban con la torre, es donde se suicidó una mujer desdichada, es donde hay una maldita voz... pero...

La guardiana se sentó encima de su tumba favorita. No era la más bonita, puede que incluso fuese demasiado simple y apagada, pero tenía el diseño perfecto para apoyarse con comodidad. Sus ojos, tan oscuros como la tierra, contemplaron a Velvet y su desesperado intento por desenterrar el cadáver. No apartó la mirada ni cuando Amadeo se acercó a ella.

―Es verdaderamente curioso que se le haya ocurrido pensar en el misterio de su madre en vez de en el suyo ―señaló el fantasma con esa tranquilidad que bien podría ser tanto una acusación como el estar señalando una idea inocente.

―¿Tú crees?

―Llámame retorcido si quieres, pero más bien parece el soplo de algún pajarito. O de alguna libélula.

―Los soplos son solo eso, soplos ―Cimopolia esbozó su sonrisa de duende―. Es decir, aire.

Los dos seres contemplaron a la muchacha, quien había retomado sus cavilaciones. No muy lejos, un surtido grupo de fantasmas se amontonaba detrás de unas pocas lápidas, ansiosos por descubrir si sucedería realmente algo.

Donde sueñan las libélulas © (Concurso elementales)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora