4-La venganza de una calavera risueña

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―Un último aliento ―murmuró Velvet, confusa, cansada, decidida―. La maldición de un último aliento...

            La muchacha dio media vuelta, alejándose de los susurros, el polvo y las telarañas que se agolpaban en las paredes de la torre

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La muchacha dio media vuelta, alejándose de los susurros, el polvo y las telarañas que se agolpaban en las paredes de la torre. En dos zancadas recorrió la estancia, agarrando sin detenerse los dos cachivaches de la mesilla, para salir afuera. Curiosa, Cimopolia trotó tras ella, seguida a su vez por sus libélulas.

La copa envenenada relucía en lo que quedaba de pasillo.

―¿Es tu amor verdadero? ―inquirió el eco cansado del espejo.

La chica acarició el borde del cáliz.

―Habrá que comprobarlo ―murmuró mientras sus dedos se cerraban en torno a la copa.

―Velvet... No sé cómo decírtelo, pero sabes que el veneno mata, ¿verdad? ―Cimopolia empezó a agitar los brazos con tal de atraer su atención―. No sé por qué pensé en ti como en un ser humano lógico y racional.

―No pasa nada si tengo el antídoto ―temblaba, de miedo y emoción, pero aun así se atrevió a lanzarle una mirada desafiante, segura―. Ese era el truco, ¿cierto?

La guardiana atrapó a una de sus libélulas, retorciendo los dedos hasta convertirlos en una jaula. Podía detenerla, tenía que hacerlo, pero a decir verdad, encontraba más interesante el nuevo giro de acontecimientos. Sonrió.

―Haz lo que quieras.

Con la primera gota, el insecto se revolvió. Sorbo a sorbo, su cuerpo se fue deshaciendo en polvo. Hasta desaparecer. La chica, con una mano en la garganta y la otra buscando soporte en la pared, dejó caer el cáliz. Jadeaba. Un brillo febril iluminó su mirada, compitiendo con esa otra luz que se había encendido al comprender lo que tenía que hacer.

La guardiana le tendió un brazo al que aferrarse. Con un quejido, cargó con la muchacha, lamentando por una vez su diminuta e inoportuna estatura.

―¿Y ahora qué? ―Suspiró, fingiendo desgana, pero emocionada por primera vez en siglos.

―Ahora... ―balbuceó. Cada palabra era una agonía que se retorcía en la garganta antes de ser expulsada―. Voy a tener mi primera reunión familiar...

Velvet se sentía como si su entramado venoso estuviera hecho de fuego. El veneno la aturdía y adormecía, convirtiéndola en una prisionera dentro de su propio cuerpo. Cada paso era un reto que estaba logrando por inercia. Y aun así, lo peor era no saber cuánto tiempo tenía hasta que los daños fueran irremediables. Cada vez que notaba un nuevo ramalazo de sueño, echaba mano, inconscientemente, de la botellita del antídoto.

¿Y si fallaba? ¿Y si llegaba tarde? ¿Y si ya no funcionaba?

Al menos no iba a ser inútil. Según se acercaba al umbral de la muerte, los fantasmas se hacían más nítidos. Primero había visto a los niños: sombras semi transparentes que corretearon por el pasillo junto a ellas. Sus espectros temblaban y la chica no alcanzaba a oír lo que decían, pero aun así se sintió satisfecha al comprobar que su idea no era tan descabellada como podía parecer.

Lo primero que logró escuchar provino del espíritu de un niño de sonrisa inquietante. El chiquillo corría haciendo círculos alrededor de las dos, para desespero del fantasma de una mujer de aspecto cansado que no paraba de farfullar por lo bajo. Al principio Velvet seguía sin oír nada más que el resonar de las pisadas de Cimopolia y sus latidos, precipitados, nerviosos, galopantes, cuando de repente, y tras una nueva arcada, las palabras de los fantasmas cobraron la misma nitidez que sus dueños.

―¿Se va a morir? ―inquirió el niño―. ¿Si se muere le puedo arrancar los brazos?

―¡Barrington! ―le riñó la mujer con desgana―. Si tu madre te escuchase... ¡Se revolvería en su tumba!

El chiquillo siguió corriendo, perseguido por la mujer, sin dejar de reír. Velvet también sonrió, para sorpresa de la guardiana.

"Arrogancia y estupidez", suspiró Cimopolia para sus adentros, "Lo bueno es que a este a paso podrá elegir su propia tumba y epitafio".

Lidia no parecía compartir su optimismo. La fantasma apareció al otro lado del pasillo, espectral y reluciente sobre las descolchadas paredes. Parecía distraída, pero no tardó en distinguir a las dos figuras que se tambaleaban entre sombras. Con un grito ahogado, se abalanzó sobre ellas, intentando, en vano, abrazar a su hija.

Adormecida por el veneno, Velvet se revolvió ante una brisa convertida en caricia. Lentamente, abrió los ojos para reencontrarse con su madre perdida.

―Mamá ―farfulló, sonriendo.

―Mi niña, mi preciosa niña... ―La mujer temblaba, demasiado conmocionada como para preguntarse cómo era posible que pudiera verla. Airada, se dirigió hacia Cimopolia, quien lo contemplaba todo con esa medio sonrisa de duende―. ¡Tenías que protegerla!

―Y eso estoy haciendo ―la guardiana agarró una de las muñecas de la muchacha y la blandió con orgullo―. ¿Ves? ¡Todavía tiene pulso!

Lívida por la rabia, Lidia contrajo el rostro en una mueca furiosa. Hasta que ese brazo tembloroso, de pulso irregular, se interpuso entre ambas.

―No tenemos... tiempo ―la chica aspiró con fuerza, buscando la fuerza y el aliento necesario para pronunciar las palabras necesarias―. Mamá... ¿Qué te mató?

―La maldición...―respondió, sorprendida.

La muchacha negó débilmente.

―¿Cómo te mató la maldición?

―Era... Es una voz ―el fantasma bajó la mirada―. Una voz que comienza como un susurro atrapado dentro de tu cabeza y que nunca llega a desaparecer. Al contrario: cada vez es más fuerte, más intenso, siempre repitiendo la misma orden: quítate la vida. Es una tortura, una agonía que te roba el sueño, el día, tu rutina... Hasta que estás tan cansada que cualquier desliz es fatal. En eso consiste la maldición.

―¿Ha sido así para todos?

―Sí. Todos escuchamos esa voz hasta enloquecer.

Velvet cerró los ojos.

―Una última cosa... Es sobre unos apuntes que encontré entre tus papeles... Hablaban sobre otra leyenda...

―¿Cuál?

―¿Es cierto que hay una fosa común en el cementerio familiar?



Bajo la tierra revuelta, arropado por un sueño con sabor a gusanos, un esqueleto se retorcía en su tumba sin nombre. Esa era su propia maldición, el castigo eterno que mantenía indemne unos huesos cada vez más ajados, más grises que blancos que, sin embargo, no llegaban a desaparecer.

El aroma de la agonía llegó hasta donde se encontraba. Por un momento se detuvo, asimilando la cercanía de la última hija de aquel linaje maldito, para luego romper a carcajadas. La risa se convirtió en movimiento, en baile, en retorcimiento.

La desgracia de los Seraph era la única alegría que le quedaba.

Donde sueñan las libélulas © (Concurso elementales)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora