Antes no era nada, un nombre malgastado que dormitaba en el aire; recurrente, olvidable, una promesa de seguridad y confianza. Hasta aquella ocasión. No era el primer deseo que le pedían, pero hubo algo especial, algo diferente que logró despertar a la criatura:
―Ayúdame, Cimopolia ―era la súplica de un moribundo, el lamento desesperado de un hombre dispuesto a creer en la superstición para lograr su deseo―. Protege a mi familia, por favor, protégela...
De alguna manera, aquellas palabras se quedaron grabadas en ella, la guardiana, la protectora de los Seraph, la última hija del eco.
Y de ahí hasta el final de los siglos.
La puerta se abrió, convertida en un rectángulo de oscuridad que ensombreció los rasgos de Velvet, marcados por la sorpresa y el miedo. Después de haber convivido con tantas generaciones, Cimopolia era incapaz de dar con alguna peculiaridad que la diferenciase del resto. La muchacha era una suma a color de todos los fantasmas que pululaban en la mansión. Huesos muy marcados, nariz angulosa, espalda demasiado recta y una altura nada desdeñable. Se movía con la delicadeza de una princesita y vestía de igual manera. Incluso su manera de llevarse las manos a la boca y mirarla con espanto tenía mucho de niña de buena familia.
―Estás... ¡Estás ardiendo!
La guardiana bostezó. Una vaharada de humo oscuro se arrastró desde su garganta hasta afuera. "Como una dragona", pensó para sus adentros.
―No te preocupes ―cerró los labios en un círculo perfecto para hacer aros de humo―. No soy corpórea del todo, así que el ácido no puede quemarme.
―Ya... ―Velvet desvió la mirada hacia la puerta. Parecía ansiosa por cruzarla, lo que habría hecho cualquier Seraph, pero se contuvo, lo que no habría hecho cualquier Seraph―. ¿Por qué se ha abierto la puerta? ¿Era esa la respuesta?
―No ―Cimopolia, seguida por su séquito de libélulas, se adentró en la oscuridad―. En realidad se abriría al beber de cualquiera de las dos copas, pero me habría sentido muy incómoda si hubiera tenido que decir que "SÍ" a una pregunta casadera que ideó un demente al que visito de tanto en tanto. Si un mortal común hubiera bebido el ácido, habría muerto, así que tanto daba que se abriese o no la puerta.
―¿Y el veneno?
Las dos muchachas cruzaron el umbral. El camino conducía a un cuartucho angosto en el que apenas cabía una repisa polvorienta. La guardiana se quitó uno de sus guantes para retirar el polvo, las telarañas y el sinfín de sospechosas partículas que se habían ido acumulando en ella. Como por arte de magia, un objeto reapareció entre las pelusas: un frasquito tallado en cristal oscuro.
―Aquí tienes tu respuesta ―Cimopolia le lanzó el frasco a Velvet―. Antídoto. Ese era el truco: aceptar al amor verdadero. La llave estaba para que la trampa no te espachurrase antes de lo esperado. Y también para conseguir tiempo en caso que alguna quisiese meditar la respuesta.
―¡Es absurdo! ¿No bastaba con coger el cáliz y vaciarlo en el suelo? Porque el mecanismo se habría abierto igual, ¿no?
La guardiana chasqueó los dientes, acompañada de una sonrisa, y le dio un golpecito en el pecho.
―Ah, listilla, ¿por qué no lo has hecho antes?
Velvet abrió la boca, dispuesta a responder, pero se detuvo al descubrir que no se le había ocurrido. Y eso que estaba segurísima de haber analizado todas sus opciones antes de decidir entre el veneno y el ácido. La idea, tan obvia ahora, había pasado inadvertida, como un soplo de aire.
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Donde sueñan las libélulas © (Concurso elementales)
FantasyLos Seraph son una familia antiquísima que por tener tienen hasta castillo en ruinas, un concurrido cementerio familiar y una maldición que ha ido acabando con todos ellos a lo largo de los siglos. Velvet, la última descendiente viva, está decidida...