Querida Dharma...

578 70 133
                                    

A veces me bastaba con salir del pasillo del bar, y verte en la luz al final del pasillo. Dharma, verte ahí sentada jugando con algún gato callejero, o verte con esa flor amarilla de goma eva, esa flor que creí te acompañaría siempre a donde vayas.
Desesperaba un poco esa manía de llamar la atención que tenias. A veces, me bastaba con saber que estabas en alguna librería, ayudando a la señora Marlo a acomodar sus libros, de repente leyendo algún relato del demente Allan Poe, o quizás algún poema de Bukowski.
Quizás te vería sola en la terraza de un café, tal vez esperándome, posiblemente con tu rutina de yoga. Dharma se me hace difícil hablar de vos, de aquella vez que me llevaste por primera vez en la terraza, y nos sentamos frente al barandal a mirar el rio, y hablar de cosas poco corrientes. Me hablabas del supersapiens Hira Ratan Manek, el ingeniero mecánico hindú, que tenia 72 inviernos en sus costillas y afirmaba que la energía más poderosa que existe es el sol. Tanto que llegaba un momento en el que no necesitaba comer.
Me decías que querías ser con él, eras un poco torpe a veces, y eso resaltaba aun mas tus fugaces momentos de intelectualidad.
Me acariciabas el pelo con tus lucidas manos parecidas a la nieve, por lo blanco y lo frio. Pero no me importaba, porque besarte era como sentir el calor del infierno.
Y no sabía que decirte en ese lapso, aunque tenía miles de cosas en la cabeza, solo miraba el rio y sentía tu mano acariciar mi pelo. Que instante aquel, cuando sentimos la necesidad de paralizar el tiempo y preferimos que no vuelva a seguir y de tal manera conocer la eternidad.
Y me preguntabas lo que pensaba en ese recóndito silencio cuando me deleitaba las pupilas en complicidad con las tuyas. Y yo te decía que el paraíso existía disfrazado en tus ojos.
Me confesaste muchas cosas de tu pasado que creí eran mentiras, pero las argumentabas con veracidad, y a consecuencia de ello fui conociendo tu lado inicuo. Y no tuve miedo, sabía que al igual que vos yo tenía demonios bajo la cama, con la diferencia que yo no pensaba dejarlos escapar como vos cediste.
Era complicado estar contigo, y seguirte el hilo, de momento se escuchaba esa ensordecedora risa sin conmiseración, que al rato interrumpías, para alternar con otro sonido aun mas luctuoso que se escuchaba peor. Y las gotas rondaban tu semblante, y yo no preguntaba, solo te sostenía, porque saber tus razones nunca fue de mi agrado.
Y me decías que recordabas lo que te dijo Chaman King sobre mí, y mis viajes inesperados. Y llorabas.
Yo sabía porque aunque no supieras, también iba donde Chaman King y no te decía nada, porque no quería que vayamos juntos y te diga lo insurrecto que soy. Y me leía la mano, una vez me dijo: "ella es encomiable y adora el amarillo, es símbolo de intelectualidad" y tenía razón me hablaba maravillas de vos, y vos siempre que ibas llorabas.
Quien si no fuera yo con este tipo de encuentros todos los días, era un poco agobiante tu capricho por el esplendor. Era inútil luchar contra tu dramatismo, por cosas inservibles, no podía decir nada sin herirte, eras sensible e insegura y no sé expresarme adecuadamente ante situaciones como esas.
Cuando caminábamos sosegabas tu lucida mano sobre el mío, y sentía paz al percibir y corresponderlo, se me ocurría la vaga idea de cortarte la mano para tenerla siempre, ya que paz era lo que más necesitaba cuando estaba en la penumbra de las cuatro paredes.
Te entretenían cosas poco usuales, te sentabas mirando el piso y jugabas con las hormigas, me decías que los animales más fuertes del mundo son las hormigas, porque son capaces de aguantar diez veces su mismo peso. Yo solo te observaba, cualquier individuo con juicio enloquecería contigo.
Amábamos el frio, esos momentos efímeros como el atardecer de invierno. Caminábamos por la cuidad, y nos sentábamos frente a la universidad, a burlarnos de la aglomerada humanidad proporcionada, que salía desesperada por seguir con su aborrecida rutina, y nuestra rutina era andar como dos entes territoriales, sin rumbo fijo, actuábamos de improviso. Y eso era lo que me relamía, no importaba como, cuando, ni donde, solo íbamos por ahí inmortalizando huellas indelebles.
Y veíamos a la enumerada gente, y vos te reías por seis segundos hasta que te aburrías, eran los seis segundos que hacían de mi existencia una utopía.
Todos morían por el ribete de tus labios, era fácil detectar en las miradas codiciosas. Y a mí me gustaban tus clavículas, te miraban fijamente, y vos me echabas un vistazo y sonreías, y yo notaba como no te perdían de vista, mientras vos me mirabas. Y no sabían que detrás de eso extravagante que veían, se ocultaba una opacidad de dramatismo y nebulosidad.
Eras de las que prefería una pequeña nota emocional, que un gran obsequio sin nada más que dinero invertido.
Era triste a veces, con la atelofobia que tenías, esa extraña manía tuya de ser excelente. Y para mí lo eras Dharma, era mágico poseerte a centímetros y desintegrarme en tus brazos. Y me sentía impotente, porque siempre presumí de mi fortaleza, y cerca de vos me veía completamente endeble. Habiendo tantos paraísos por amar yo prefería tu infierno.
Y mis ganas de cambiarte, siempre me bastaba obstaculizar mis ojos para verte como yo quisiera.
Me cuesta tanto hablar de vos. Dharma, como aquella vez, en la terraza del café, ese último día en el que te tuve. Sé que me asegure de que nadie vuelva a tenerte como yo te poseí. Ese fue el último día antes de disiparte, fue la última oportunidad perdida, que se convirtió en nostalgia eterna y hoy me hace pagar caro, por factores de las leyes karmaticas.

Recuerdo oír latir tu corazón aceleradamente, parecía requerir a gritos de sinfonía mi destrucción. Era como música para mis oídos, tus exhaustivos suspiros de suplicio, pedían culminar el dolor. Yo posaba mis manos con fuerza cerca de tus clavículas que tanto me embelesaban. Parecía un eclipse de cuerpos, apreciaba como tu alma parecía orbitar tu existencia, te notaba afligida ese día, no entiendo porque si tus conversaciones siempre fueron sobre el óbito. Te veías perpleja, en la cúspide existencial, veía tus ojos dilatarse con placer.
La noche fue testigo, el único testigo presencial, y dejaste tanto en mi aquella noche, y tu luz se apago, lo apague yo, como una vela, apague con un suspiro de humo incandescente. Ese día la muerte me expuso sus cartas, y no comprendía la apuesta, ahora duermes junto a mí. Pero sé que te volveré a ver, por amor, no hay fecha ni horario, pero ahí descenderé. Solo espérame.

SERENDIPIA LIMERENCIA Donde viven las historias. Descúbrelo ahora