CAPITULO | TOMANDO POSICIONES

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Al oír que daban las diez, Miguel Ardán, Barbicane y Nicholl se despidieron de la multitud de
amigos que habían ido a despedirles. Los dos perros destinados a aclimatar la raza canina en los
continentes lunares estaban ya encerrados en el proyectil. Los tres viajeros se acercaron a la boca del
enorme tubo de hierro fundido y una grúa volante los descolgó hasta el vértice del proyectil.
Una abertura practicada en este punto les permitió entrar en el vagón de aluminio. No bien
estuvieron fuera los aparejos de la grúa, se desmontaron apresuradamente los andamios que rodeaban
la boca del columbia.
En cuanto Nicholl se vio con sus compañeros en el proyectil, se apresuró a cerrar la abertura
por medio de una gran placa suje ta interiormente con fuertes tornillos a presión. Otras placas,
sólidamente adaptadas, cubrían los cristales lenticulares de los tragaluces. Los viajeros, encerrados
herméticamente en su prisión metálica, se hallaban sumidos en la más profunda oscuridad.
—Y ahora, queridos compañeros —dijo Miguel Ardán—, procedamos como si estuviéramos en
nuestra casa; yo soy un hombre muy casero, y mi fuerte es el arreglo de las habitaciones. Hay que
sacar el mejor partido de nuestra vivencia y encontrar comodidades en ella. ¡Ante todo, tengamos
luz! ¡Qué diablo! El gas no se ha hecho para los topos.
Y, al pronunciar estas palabras, el alegre mozo encendió un fósforo y lo acercó a la llave de un
recipiente lleno de hidrógeno carbonado a elevada presión y en cantidad suficie nte para suministrar
luz y calor por espacio de ciento cuarenta y ocho horas, o sean seis días con seis noches.
Se encendió el gas; y el proyectil, así iluminado, presentaba el aspecto de una habitación
bastante decente, con las paredes cubiertas de un tap iz acolchado, divanes circulares alrededor y
techo abovedado.
Las armas, las herramientas, los instrumentos y demás objetos que contenía, iban sujetos al tapiz
acolchado y podían sufrir sin riesgo el choque de la salida. Se habían tomado, en fin, todas las
precauciones humanamente posibles para llevar a feliz término tan temeraria tentativa.
Miguel Ardán lo examinó y pareció muy satisfecho de su posición.
—Es una cárcel — dijo—, pero una cárcel que viaja, y, con tal de poder asomar la nariz a la
ventana, no tendré inconveniente en hacer el contrato de arrendamiento por cien anos. ¿Por qué te
ríes, Barbicane? ¿Qué piensas? ¿Que esta prisión puede ser nuestro sepulcro? Enhorabuena, pero yo
no la cambiaría por el de Mahoma, que flota en el aire y no se mueve.
En tanto hablaba en estos términos, Miguel Ardán, Barbicane y Nicholl hacían los últimos
preparativos. Eran, en el cronómetro de Nicholl, las diez y veinte minutos de la noche cuando los tres
viajeros se encerraron definitivamente en el proyectil. Aquel cronómetro estaba puesto a la décima
de segundo con el del ingeniero Murchison. Barbicane le consultó.
—Amigo — dijo—, son las diez y veinte. A las diez y cuarenta y siete Murchison lanzará la
chispa eléctrica por el alambre que comunica con la carga del columbia, y en ese momento
abandonaremos nuestro planeta; nos quedan veintisiete minutos de permanencia en la Tierra.
—Veintiséis minutos y trece segundos —respondió metódico Nicholl.
—¡Pues bien! — exclamó Miguel Ardán, en un tono alegre—, en veintiséis minutos se pueden
hacer muchas cosas. Se pueden discutir las más graves cuestiones de moral y de política y hasta
resolverlas. Veintiséis minutos bien empleados, valen mucho más que veintiséis años sin hacer nada.
Unos cuantos segundos de Pascal o Newton son más preciosos que toda la existencia de esa multitud
de imbéciles…
—¿Y qué deduces de eso, charlatán sempiterno? —preguntó el prudente Barbicane.
—Deduzco que tenemos veintiséis minutos —respondió Ardán.
—Veinticuatro solamente — rectificó Nicholl.
—Veinticuatro si te empeñas, querido capitán — dijo Ardán—; veinticuatro minutos, durante los
cuales se podría profundizar…
—Miguel — replicó Barbicane—, durante la travesía que hemos de hacer tendremos tiempo de
sobra para profundizar las cuestiones más arduas. Ahora ocupémonos en lo relativo a nuestra partida.
—¿No estamos ya listos?
—Sin duda; pero hay que tomar todavía algunas precauciones, a fin de atenuar en lo posible el
efecto del primer choque.
—¿No tenemos esos almohadones de agua dispuestos entre las paredes móviles y cuya
elasticidad nos protegerá lo bastantes?
—Así, lo espero, Miguel — respondió Barbicane—; pero no estoy del todo, seguro.
—¡Ah, farsante! —exclamó Miguel Ardán—. Aguardar el momento en que estamos encerrados
para hacer esta lastimosa confesió n. Yo quiero marcharme.
—¿Y cómo? —preguntó Barbicane.
En efecto — dijo Miguel Ardán—, es difícil. Estamos en el tren y el silbato del conductor va a
sonar —antes de veinticuatro minutos.
—Veinte — dijo Nicholl.
Los viajeros se miraron unos a otros por algunos instantes. Después se pusieron a examinar los
objetos encerrados con ellos.
—Todo está en su sitio —dijo Barbicane — ; ahora hay que pensar cómo nos colocaremos para
sufrir mejor el primer choque. La posición que adoptemos es cosa de gran importancia, pues es
necesario evitar en lo posible el que nos afluya la sangre a la cabeza.
—Es verdad —confirmó Nicholl.
—Entonces —dijo. Miguel Ardán, disponiéndose a hacer lo que decía pongámonos cabeza
abajo, como los payasos.
—No —repuso Barbicane—, vale más que nos tendamos de lado, así es como mejor
resistiremos el choque; debéis tener presente que en el momento de partir el proyectil, el hallarnos
dentro de él viene a ser poco más o menos lo mismo que si estuviéramos situados delante.
—El “poco más o menos” es lo que me tranquiliza.
—¿Aprobáis mi idea, Nicholl? — preguntó Barbicane.
—Enteramente — respondió el capitán—, todavía faltan trece minutos y medio.
—Nicholl no es hombre — dijo Miguel—, es un cronómetro de segundos, con escape y ocho
centros sobre…
Pero sus compañeros no le escuchaban, y tomaban sus últimas disposiciones con admirable
sangre fría. Parecían dos viajeros metódicos, que se encuentran en un coche ordinario y procuran
acomodarse lo mejor posible. No se comprende, en efecto, de qué materia están hechos esos
corazones americanos, que no dan una pulsación más de lo corriente ante un peligro espantoso.
Dentro del proyectil se habían instalado tres camas blandas y sólidamente aseguradas, como
todo lo que iba allí. Nicholl y Barbicane se colocaron en el centro del disco que formaba el piso
móvil; en ellas debían acostarse los viajeros pocos momentos antes de partir. .
Entretanto, Ardán, que no podía estarse quieto, daba vueltas a su estrecha prisión, como una fiera enjaulada, hablando con sus amigos o con los perros, Diana y Satélite, a los cuales, como se ve,
había dado nombres significativos y en armonía con la expedición de que formaban parte.
—¡Hola Diana! ¡Hola, Satélite! Vamos a ver si enseñáis a los perros selenitas los buenos
modales de los perros terrestres! Esto hará honor a la raza canina. ¡Por Dios! Si alguna vez volvemos
a la Tierra quiero traer un tipo cruzado de moon-dogs y estoy seguro de que causará sensación.
—Si es que hay perros en la Luna —dijo Barbicane.
—Los hay, sin duda —aseguró Miguel Ardán—, como hay caballos, vacas, asnos y gallinas.
Apuesto a que encontramos gallinas.
—Cien dólares a que no las encontramos — dijo Nicholl.
—Apostados, capitán —respondió Ardán, apretando las manos de Nicholl—. Y, a propósito, tú
has perdido ya tres apuestas con nuestro presidente; ya que se han reunido los fondos necesarios para
la empresa que se ha hecho bien la fundición y, en fin, que el columbia ha sido cargado sin accidente;
total, seis mil dólares.
—Sí — respondió Nicholl— ; las diez y treinta y siete minutos y seis segundos.
—Corriente, capitán; pues antes de un cuarto de hora tendrás que dar nueve mil dólares más al
presidente, cuatro más porque el columbia no reventará, y cinco mil porque el proyectil se elevará a
más de seis millas.
—Tengo el dinero — respondió Nicholl, golpeándose con la mano el bolsillo de su levita—, y
no deseo sino pagar.
—Vamos, Nicholl, ya veo que eres un hombre ordenado, cosa que yo nunca he podido ser. Pero
en resumidas cuentas, me permitirás decirte que has hecho una serie de apuestas poco ventajosas
para ti.
—¿Y por qué? — preguntó Nicholl.
—Porque si ganas la primera es señal de que habrá reventado el columbia y con él la bala y
Barbicane no estará en condición de pagarte.
—Mi apuesta se halla depositada en el Banco de Baltimore —respondió simplemente
Barbicane—; y a falta de Nicholl serán sus herederos los que la perciban.
—¡Ah, hombres prácticos! —exclamó Miguel Ardán; ¡espíritus positivos! Os admiro, aunque no
os comprenda.
—¡Las diez y cuarenta y dos! — exclamó Nicholl.
—¡Sólo faltan cinco minutos! — respondió Barbicane.
—¡Sí, cinco pequeños minutos! —replicó Miguel Ardán—. ¡Y estamos encerrados en una bala,
y en el fondo de un cañón de 900 pies! ¡Y debajo de esa bala hay cuatrocientas mil libras de pólvora
común! Y el amigo Murchison, con el cronómetro en la mano, la vista fija en la aguja y el dedo en el
aparato eléctrico, cuenta los segundos y va a lanzarnos a los espacios interplanetarios.
—¡Basta, Miguel, basta! — dijo gravemente Barbicane—. Preparémonos; sólo nos fa ltan unos
cuantos instantes para el momento supremo; vengan esas manos, amigos míos.
—¡Sí! —exclamó Ardán, más conmovido de lo que aparentaba.
Y los tres animosos compañeros se abrazaron estrechamente.
—¡Dios nos asista! — dijo el religioso Barbicane.
Migue l Ardán y Nicholl se tendieron en las camas dispuestas en el centro del disco.
—¡Las diez y cuarenta y siete! — murmuró él capitán.
¡Veinte segundos todavía! Barbicane apagó rápidamente el gas y se, tendió junto a sus
compañeros.
Al momento reinó un silencio profundo, interrumpido únicamente por las pulsaciones del cronómetro que marcaba los segundos.
De repente hubo un choque espantoso, y el proyectil, impulsado por seis mil millones de litros
de gas, producidos por la deflagración de la piroxilina, se elevó en el espacio.

JULIO VERNE ALREDEDOR DE LA LUNADonde viven las historias. Descúbrelo ahora