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Robert Nicholas Powell tenía setenta y ocho años, pero su aspecto y movimentos eran los propios de un hombre diez años más joven. Su rostro, aún atractivo, estaba enmarcado por un abundante pelo blanco. Su postura seguía siendo erguida, si bien ya no sobrepasaba el metro ochenta. Poseía un aire de autoridad que la gente percibía de inmediato. A excepción de los viernes, aún pasaba jornadas enteras en su despacho de Wall Street, adonde le llevaba en coche su viejo empleado Josh Damiano.

Ese martes, 16 de marzo, se había quedando en casa para recibir a la productora de televisión Laurie Moran en Salem Ridge y no en su despacho. Ella le había explicado por teléfono el motivo de la visita, que respaldó con una premisa interesante:

-Señor Powell, creo que si usted, su hijastra y las tres amigas aceptan recrear los acontecimentos de la noche de la Gala, el público comprenderá que es imposible que ninguno de ustedes sea el responsable de la muerte de su esposa. El suyo era un matrimonio feliz. Todos sus conocidos lo sabían. Su hijastra y su madre estaban muy unidas. Las otras tres chicas habían entrado y salido de casa de Betsy desde que iban juntas al colegio, y cuando Betsy y usted se casaron ella siguió recibiéndolas con los brazos abiertos. Su mansión es enorme, y con tanta gente en la fiesta existen muchas posibilidades de que se colara un intruso. Todo el mundo sabía que su esposa poseía joyas caras. Esa noche sucia su juego de pendientes, collar y anillo de esmeraldas.

-La prensa sensacionalista convirtió es tragedia en un escándalo.

Robert Powell recordó ahora la amarga respuesta que había dado a Laurie Moran. En fin, pensó, pronto estará aquí.

Se hallaba sentado a la mesa de su espacioso despacho de la planta baja. Los ventanales daban a los jardines traseros de la propiedad. Una vista preciosa en primavera, verano y comienzos de otoño, pensó Rob. Cuando nevaba, ese paisaje desnudo y pelado se suavizaba y a veces resultaba incluso mágico, pero en un día frío y lluvioso de marzo, con los árboles deshojados, la piscina cubierta y la casita cerrada, no había planta, por cara que fuese, que consiguiera suavizar la cruda realidad del paisaje invernal.

Su sillón de oficina acolchado era sumamente cómodo, y Rob, sonriendo para sí, caviló sobre el secreto que no compartía con nadie. Estaba seguro de que, sentado tras la impresionante mesa de caoba, con sus elaborados relieves a los lados y en las patas, la imagen de sí mismo que había cultivado con tanto esmero adquiría aún más prestancia. Era una imagen que había comenzado el día que, con diecisiete años, se marchó de Detroit para iniciar su primer curso en Harvard como estudiante becado. Allí contaba que su madre era profesora universitaria y su padre, ingeniero; en realidad ella trabajaba en las cocinas de la Universidad de Michigan y él era mecánico en la planta de Ford.

Sonrió al recordar que en segundo compró un libro sobre modales en la mesa, adquirió una caja de cubiertos de alpaca abollados y practicó el manejo de utensilios desconocidos para él, como la pala de pescado, hasta sentirse cómodo con ellos. Después de licenciarse, un trabajo en prácticas en Merrill Lynch supuso el inicio de su carrera en el mundo de las finanzas. Ahora, pese a haber pasado años de incertidumbre, la firma R. N. Powell Hedge Fund estaba considerada una de las inversiones más atractivas y seguras de Wall Street.

A las once en punto el timbre de la puerta anunció la llegada de Laurie Moran. Rob enderezó los hombros. Se levantaría cuando entrara en el despacho, por supuesto, pero no antes de que ella lo viera sentado a su mesa. Rob se dio cuenta de que estaba intrigado. Era difícil calcularle la edad por teléfono. Laurie Moran se había presentado con un tono seco y directo, que suavizó cuando pasó a hablar de la muerte de Betsy.

Después de la conversación telefónica, Powell la había buscado en Google. Le intrigaba que fuera la viuda del médico al que habían disparado en el parque y que poseyera un currículum admirable como productora. A juzgar por la foto, era una mujer muy atractiva. Aún tengo edad para apreciar esas cosas, se dijo.

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