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Se había rumoreado que Leo Farley, inspector jefe de Departamento de Policía de Nueva York, iba a ser nombrado comisario general cuando, inesperadamente, solicitó la jubilación al día siguiente del funeral de su yerno. Más de cinco años después, Leo no había lamentado su decisión ni un momento. A sus sesenta y tres años era policía de los pies a la cabeza. Tenía previsto continuar su carrera hasta que llegara la jubilación obligatoria, pero algo más importante había cambiado sus planes.

El espeluznante asesinato a sangre fría de Greg y la amenaza que la testigo de avanzada edad había escuchado -"Timmy, dile a tu madre que ella será la siguiente, y después irás tú"- habían sido razón suficiente para tomar la decisión de dedicar su vida a proteger a su hija y a su nieto. Recto como un palo, de estatura media, con una mata de pelo entrecano y un cuerpo nervudo y atlético, Leo Farley pasaba las horas en guardia permanentemente.

Sabía que no podía hacer mucho por Laurie. Su hija tenía un trabajo que necesitaba y que adoraba. Se movía en transporte público, salía a correr por Central Park y, cuando llegaba el calor, solía comer en alguno de los pequeños parques próximos a su oficina.

Timmy era otra historia. En opinión de Leo, no había nada que impidiera al asesino de Greg tomar la decisión de ir primero a por Timmy, de modo que se había erigido en su guardián. Era Leo quien acompañaba a Timmy al colegio Saint Davis por la mañana, y era Leo quien lo esperaba a la salida. Si el niño tenía actividades extraescolares, Leo montaba discreta guardia junto a la pista de hielo o el parque.

Greg era, para Leo, el hijo que le habría gustado tener. Se habían conocido hacía diez años en la sala de urgencias del hospital Lenox Hill. Eileen y Leo habían llegado muy nerviosos tras recibir una llamada con la noticia de que su hija Laurie, de veintiséis años, había sido atropellada por un taxi en Park Avenue y estaba inconsciente.

Greg, alto e imponente, incluso con el pijama verde de hospital, había acudido a recibirlos.

-Su hija ha vuelto en sí y se pondrá bien. Tiene un tobillo roto y una ligera conmoción. La mantendremos en observación, pero se pondrá bien- les aseguró.

Al oír esas palabras, Eileen, muerta de preocupación por su única hija, sufrió un vahído, y Greg se encontró con otra paciente en sus manos. Sujetó a Eileen antes de que cayera al suelo. Y no volvió a salir de nuestras vidas, pensó Leo. Laurie y él se prometieron tres meses más tarde. Greg fue nuestro puntal cuando Eileen murió tan solo un año después.

¿Cómo pudieron dispararle? La exhaustiva investigación no había escatimado esfuerzos para encontrar a alguien que hubiera podido estar resentido con Greg, por impensable que eso fuera para quienes lo conocían. Tras descartar a amigos y compañeros de clase, la policía consultó los historiales médicos de los dos hospitales en los que Greg había trabajado de residente y director de personal, para comprobar si algún paciente o algún familiar le había acusado en alguna ocasión de emitir un diagnostico erróneo que hubiese derivado en una lesión permanente o en la muerte. No encontraron nada.

En la oficina del fiscal el caso era conocido como "el asesinato de Ojos Azules". A veces, una expresión de alarma aparecía en el rostro de Timmy si se volvía bruscamente y miraba a su abuelo directamente a los ojos. Leo tenía los ojos azules. Estaba seguro, al igual que Laurie y el psicólogo, de que el asesino de Greg tenía los ojos grandes y de azul intenso.

Laurie le había comentado su idea para un nuevo programa empezaría con el asesinato de la Gala de Graduación. Leo se abstuvo de transmitirle su consternación. La idea de que su hija reuniera a un grupo de personas entre las que probablemente había un asesino le inquietaba. Alguien había odiado a Betsy Bonner Powell lo suficiente como para cubrirle la cara con una almohada hasta dejarla sin aire. Seguramente esa misma persona también poseía un fuerte instinto se supervivencia. Leo sabia que veinte años antes las cuatro muchachas y el marido de Betsy habían sido interrogados por los mejores detectives de homicidios. A menos que alguien hubiera conseguido colarse en la mansión sin que lo vieran, si el programa obtenía la luz verde el asesino y los sospechosos volverían a estar todos juntos. Una propuesta peligrosa.

Todo eso ocupaba la mente de Leo mientras Timmy y él caminaban desde el colegio Saint Davis, en la calle Ochenta y nueve con la Quinta Avenida, hasta el apartamento, situado a ocho manzanas de allí, en Lexington Avenue con la Noventa y cuatro. Después de morir Greg, Laurie se había mudado de inmediato, incapaz de soportar la imagen del parque donde habían disparado a su marido.

Un coche de policía redujo la velocidad al pasar junto a ellos. El agente que viajaba en el asiento del pasajero saludó a Leo.

-Me gusta cuando hacen eso, abuelo- dijo Timmy-. Me hace sentir seguro- añadió con naturalidad.

Ten cuidado, se advirtió Leo a sí mismo. Siempre le he dicho a Timmy que si yo no estoy cerca y él o sus amigos tienen problemas, deben correr hasta un agente de policía y pedirle ayuda. Inconscientemente, estrechó la mano de su nieto con más fuerza.

-Bueno, hasta el momento no has tenido ningún problema que yo no pudiera solucionar.-Luego añadió, despacio-: Que yo sepa, al menos.

Caminaban por Lexington Avenue en dirección norte. El viento había cambiado y les azotaba el rostro. Leo se detuvo y tiró con firmeza del gorro de lana de Timmy para cubrirle la frente y las orejas.

-Esta mañana un chico de octavo iba caminando al colegio y un hombre en bicicleta intentó quitarle el móvil que llevaba en la mano. Un policía lo vio y lo detuvo -explicó Timmy.

No había sido un incidente que implicara a un hombre de ojos azules. A Leo le avergonzó reconocer lo mucho que eso lo tranquilizaba. Mientras el asesino de Greg siguiera libre, necesitaba saber que Timmy y Laurie estaban a salvo.

Algún día se haría justicia, se juró a si mismo.

Esa mañana, al marcharse rauda al trabajo segundos después de que él llegara, Laurie le había dicho que hoy conocería el veredicto sobre el reality show que había propuesto. La mente de Leo volvía constantemente a ese asunto. Sabía que iba a tener que esperar a la noche para conocer el resultado. Delante de una segunda taza de café, cuando Timmy hubiera terminado de cenar y estuviera acurrucado en el sillón con un libro, Laurie y él charlarían sobre ello. Luego Leo se marcharía a su apartamento, situado a una manzana de allí. Quería que al final del día Laurie y Timmy tuvieran su propio espacio, y sabía que el portero del edificio no dejaría pasar a nadie sin telefonear primero al residente al que decían que iban a ver.

Si Laurie obtiene el visto bueno para hacer eses programa, será una mala noticia, pensó Leo.

Como apareciendo de la nada, un patinador con una sudadera con capucha, gafas de sol y un saco de lona colgado del hombro pasó por su lado como una flecha. Estuvo a punto de derribar a Timmy y luego rozó a una joven embarazada que caminaba delante, a unos tres metros de ellos.

-¡Baja de la acera!-gritó Leo mientras el patinador desaparecía por la esquina.

Detrás de las gafas de sol brillaron unos ojos azules y el patinador soltó una carcajada.

Tales encontronazos alimentaban su necesidad de sentir el poder que experimentaba cuando, literalmente, tocaba a Timmy. Sabía que cualquier día Ojos Azules podía llevar a cabo su amenaza.

Asesinato en directo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora