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Regina Callari lamentaba haber acudido a la oficina de correos para recoger la carta certificada de Laurie Moran, productora de Fisher Blake Studios. ¡Participar en un reality show que recree la noche de la Gala de Graduación!, pensó abatida y, a decir verdad, horrorizada.
Estaba tan afectada por la carta que había perdido una venta. Tuvo que consultar entre sus papeles las características de la casa que estaba enseñando y a media visita el cliente dijo de forma cortante:
-Creo que he visto suficiente. No es la casa que estoy buscando.
De regreso a la oficina, tuvo que telefonear a la propietaria de setenta y seis años, Bridget Whiting, y decirle que le había fallado la intuición.
-Estaba segura de que teníamos un cliente potencial, pero no ha podido ser -se disculpó.
La decepción era patente.
-No sé cuánto tiempo me reservarán ese apartamento en la residencia asistida, y es exactamente lo que quiero. ¡Qué pena! Regina, creo que me hice demasiadas ilusiones. No es culpa tuya.
Sí lo es, se dijo Regina tratando de mantener la indignación a raya cuando juró a Bridget que le encontraría un comprador muy pronto y, aun sabiendo lo difícil que iba a resultar eso tal y como estaba el mercado, se despidió.
Su oficina, antiguamente un garaje, había formado parte en su día de una residencia privada situada en la calle principal de St. Augustine, Florida. El deprimente mercado inmobiliario había mejorado, pero solo lo justo para sacarse un sueldo pelado. Regina apoyó los codos en la mesa y se apretó las sienes con los dedos. Sus rizos descarriados le recordaron que el pelo, negro como el carbón, estaba creciéndole con la irritante rapidez de siempre. Sabía que debía pedir hora para un corte. El empeño de la pequeña de hablar siempre por los codos le había impedido pedir cita hasta el momento, eso y el precio.
Regina se irritó consigo misma y su perpetua impaciencia. ¿Y qué si Lena habla sin parar durante veinte minutos?, pensó. Es la única persona que sabe domar esta rebelde mata de pelo.
Los ojos castaño oscuro de Regina viajaron hasta la foto que descansaba sobre la mesa. Zach, su hijo de diecinueve años, le sonreía desde el marco. Estaba a punto de terminar su segundo año en la Universidad de Pensilvania, estudios que costeaba en su totalidad el padre de Zach, su ex marido. Zach la había telefoneado la noche antes. Titubeando, le había preguntado si le importaba que ese verano se fuera con la mochila a recorrer Europa y Oriente Medio. Su plan inicial había sido volver a St. Augustine y buscar trabajo, pero los empleos escaseaban alí. El viaje no era caro, y se lo costearía su padre.
-Llegaré a tiempo para pasar diez días contigo antes de que comience el trimestre, mamá -le había asegurado en un tono implorante.
Regina había contestado que era una oportunidad maravillosa y que debía aprovecharla. No había permitido que su voz delatara la decepción que sentía. Echaba de menos a Zach. Echaba de menos al dulce chiquillo que entraba brincando en la oficina al bajar del autobús escolar, impaciente por compartir cada momento de su día con ella. Echaba de menos al adolescente alto y tímido que le tenía la cena preparada cuando llegaba tarde a casa por culpa de un cliente.
Desde el divorcio, Earl se había dedicado a buscar formas ingeniosas de separarla de Zach. Todo había empezado cuando un verano, a los diez años, Zach fue a un campamento de vela en Cape Cod. Después siguieron las vacaciones cada vez que Earl y su nueva esposa se llevaban a Zach a esquiar a Suíza o al sur de Francia.
Regina sabía que Zach la quería, pero una casa pequeña y un presupuesto ajustado difícilmente podían competir con la vida que tenía con un padre indecentemente rico. Ahora no lo vería en casi todo el verano.
Despacio, cogió la carta de Moran y volvió a leerla.
-Ella pagará cincuenta mil, y el poderoso Robert Nicholas Powell nos dará a cada una otros doscientos cincuenta mil -murmuró-. La generosidad personificada.
Pensó en sus ex amigas y coanfitrionas de la Gala de Graduación. Claire Bonner. Era muy guapa, pero siempre tan callada, como una sombra triste al lado de su madre. Alison Schaefer, tan inteligente que nos ponía a las demás en evidencia. Siempre pensé que acabaría siendo la próxima madame Curie. Se casó el octubre siguiente a la muerte de Betsy y luego Rod, su marido, sufrió un accidente. Según tengo entendido, desde entonces camina con muletas. Nina Craig. La llamábamos《la pelirroja explosiva》. Recuerdo que incluso en nuestro primer año de universidad ya era de armas tomar. Era capaz de mandarle la caballería a un profesor si creía que no le había puntuado lo bastante un trabajo.
Y luego estaba yo, pensó. Cuando tenía quince años abrí la puerta del garaje de casa para guardar la bicicleta y me encontré a mi padre colgado de una soga. Tenía los ojos fuera de las órbitas y la lengua caída sobre el mentón. Si tenía que ahorcarse, ¿por qué no lo hizo en su despacho? Papá sabía que iba a ser yo la que lo encontraría en el garaje. ¡Le quería tanto! ¿Cómo pudo hacerme eso? Las pesadillas no habían cesado. Siempre empezaban en el momento en que se bajaba de la bici.
Antes de telefonear a la policía y a casa de la vecina donde su madre estaba jugando al bridge, Regina cogió la nota de suicidio que su padre se había prendido de la camisa y la escondió. Cuando la policía llegó, dijeron que los suicidas acostumbraban dejar una nota para la familia. Entre sollozos, su madre la buscó por toda la casa mientras Regina hacía ver que la ayudaba.
Las chicas fueron mi salvavidas después de eso, pensó. Estábamos muy unidas. Después de la Gala y de la muerte de Betsy, Claire, Nina y yo fuimos las damas de honor de Alison. Qué decisión tan estúpida. La muerte de Betsy estaba aún muy reciente; los periódicos sensacionalistas hicieron de la boda un espectáculo. Los titulares eran un refrito de los del asesinato de la Gala de Graduación. Fue entonces cuando comprendimos que las cuatro seguiríamos estando bajo sospecha; puede que el resto de nuestras vidas.
Nunca volvimos a vernos, se lamentó Regina. Después de la boda, las cuatro nos aseguramos de evitar cualquier contacto entre nosotras. Todas nos mudamos a ciudades diferentes.
¿Qué impresión le daría volver a verlas, estar bajo el mismo techo? Éramos tan jóvenes entonces. Estábamos horrorizadas, aterradas, cuando se descubrió el cuerpo de Betsy. Y la forma en que la policía nos interrogó, primero juntas y luego por separado. Es un milagro que ninguna se viniera abajo y confesara haberla asfixiado con lo que nos machacaron.《Sabemos que ha sido alguien que estaba en la casa. ¿Quién de vosotras lo hizo? Si no fuiste tú, puede que fuera una de tus amigas. Protégete. Cuéntanos lo que sepas.》
Regina recordaba que la policía se había cuestionado si las esmeraldas de Betsy pudieron ser el móvil. Ella las había dejado en la bandeja de cristal de su tocador antes de acostarse. La policía dio a entender que se despertó mientras le estaban robando y que al ladrón le entró el pánico. Uno de los pendientes apareció en el suelo. ¿Se le había caído a Betsy al quitárselo o alguien que llevaba guantes se asustó y lo soltó cuando Betsy se despertó?
Regina se levantó despacio y echó un vistazo a su alrededor. Trató de imaginarse con trescientos mil dólares en el banco. Casi la mitad de esa cantidad se la llevaría Hacienda, se advirtió a sí misma. Pero seguiría siendo un dinero caído del cielo. O quizá le traería el recuerdo de los tiempos en que su padre había sido un hombre próspero y ellos, al igual que Robert y Betsy Powell, habían tenido una gran mansión en Salem Ridge con todos los lujos, ama de llaves, cocinera, jardinero, chófer, empresa de catering de Nueva York para las fiestas...
Regina contempló su oficina de un solo despacho. Incluso con las paredes de pladur pintadas de celeste para que combinaran con su mesa blanca y los sillones blancos con cojines azules para los clientes, la estancia parecía exactamente lo que era: un esfuerzo valeroso por ocultar un presupuesto reducido. Un garaje es un garaje, pensó, salvo por el único lujo que me permití cuando compré este inmueble después del divorcio.
La zona lujosa estaba al final del pasillo, tras el lavado unisex. Carente de letrero y cerrado permanentemente con llave, había un cuarto de baño privado con jacuzzi, ducha de vapor, lavado y ropero. Era allí donde a veces, al final del día, se duchaba y se cambiaba para reunirse con sus amigas o salir para una cena en solitario seguida de una película.
Earl la había dejado hace diez años, cuando Zach tenía nueve. No había sido capaz de soportar sus episodios depresivos.《Busca ayuda, Regina. Estoy harto de tus cambios de humor. Estoy harto dd tus pesadillas. No es bueno para nuestro hijo, por si no lo has notado.》
Después del divorcio, Earl, entonces un comercial de ordenadores aficionado a escribir canciones, había vendido finalmente una colección de sus composiciones a un intérprete de renombre. Su siguiente paso fue casarse con la cantante de rock Sonya Miles. Cuando Sonya alcanzó el primer puesto en las listas de éxitos con el álbum que él había compuesto para ella, Earl se convirtió en una celebridad en ese mundo que tanto admiraba. Se adaptó a esa vida como pez en el agua, pensó Regina mientras se dirigía a la hilera de archivadores de la pared del fondo del despacho.
Del cajón inferior del archivador con cerradura sacó un paquete sin nombre. Enterrada bajo varios folletos inmobiliarios descansaba una caja de cartón que contenía todos los recortes de prensa del asesinato de la Gala de Graduación.
Hace años que no la abro, pensó mientras dejaba la caja sobre la mesa y levantaba la tapa. Algunas páginas habían empezado a deshacerse por los márgenes, pero encontró lo que estaba buscando. La foto de Betsy y Robert Powell brindando por las cuatro graduadas: Claire, Alison, Nina y ella misma.
Qué guapas éramos, pensó Regina. Salíamos juntas de compras. A todas nos había ido bien en la facultad. Las cuatro teníamos planes y sueños para el futuro. Sueños que aquella noche se hicieron añicos.
Guardó los recortes, regresó al archivador, devolvió la caja al cajón inferior y la cubrió cuidadosamente con los folletos inmobiliarios. Aceptaré su maldito dinero, pensó. Y también el de esa productora. Si lo hago, puede que consiga recuperar las riendas de mi vida. Sé que podría utilizar parte del dinero en unas vacaciones divertidas con Zach antes de que él vuelva de la universidad.
Cerró el cajón, puso el letrero de CERRADO en la ventana de la oficina, apagó las luces, giró la llave en la puerta y se metió en su cuarto de baño privado. Mientras el agua llenaba el jacuzzi se desvistió y se miró en el espejo de cuerpo entero que había en la puerta. Quedaban dos meses para el programa y necesito perder ocho kilos, pensó. Quiero estar estupenda cuando llegue allí y cuente lo que recuerdo. Quiero que Zach esté orgulloso de mí.
Un pensamiento desagradable trepó hasta su mente. Sabía que Earl siempre se había preguntado si ella había matado a Betsy. ¿Habría sembrado alguna vez esa sospecha en Zach?
Regina sabía que ya no amaba a Earl y no lo hacía por él, solo quería dejar de tener pesadillas.
El jacuzzi ya estaba lleno. Entró en el agua, sé recostó y cerró los ojos.
Mientras el pelo rizado le caía ahora liso y brillante alrededor del rostro, pensó: esta es mi oportunidad para convencer a todo el mundo de que yo no maté a esa zorra despreciable.

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