12 de diciembre 00:16

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—¡William!

Freno en seco y espero a que llegue a mi altura. Me da un puñetazo en el brazo, pero está sonriendo, con la respiración acelerada después de correr.

Está preciosa.

Y yo soy un idiota. Y patético. Un idiota patético que se ha enamorado de un sueño.

No hay ninguna puñetera forma de que esto salga bien. Al final de esta noche, mi corazón tropezará y caerá por un precipicio. Y sí, vivirá, pero le dolerá hasta el mísero hecho de vivir.

—William.

Salgo de mi ensimismamiento.

—¿Sí?

Susira. El suspiro más hermoso que he oído en mi vida.

No pienses en eso. Olvídalo. Va a casarse. Ca. Sar. Se. Con otro tipo. Y tendrán bebés preciosos y tú estarás muerto del asco en el fondo del precipicio. Así que para.

—Abigail, sígueme.

Caminamos por la amplia acera hasta llegar al parque.

—¿En serio, Senford? ¿Me has traído al parque?

Niego con la cabeza y la cojo de la mano, guiándola hasta los árboles. Empieza a quejarse porque  las ramas se enredan en su pelo, pero llegamos a un claro y se calla de golpe.

Las flores han escalado los troncos, dejando sólo pétalos y estrellas en este rincón de la ciudad. Me tumbo en el suelo y aspiro, con los ojos cerrados, el perfume que nos rodea, mientras ella me imita justo a mi lado. Abro los ojos y contemplo los puntos brillantes por encima de mí.

Hace tiempo leí que, puesto que las estrellas se encuentran tan lejos de nosotros, mientras  nosotros vemos su resplandor, ellas, tan lejanas e inalcanzables, podrían estar muertas ya, porque su luz tarda cientos de años en llegar a nosotros. Esto, tristemente, me recuerda a Abigail, cuya luz parece cercana a mí mientras duermo, pero inalcanzable en la realidad, lo que hace que la esperanza se diluya de mi cuerpo, dejándome vacío.

¿Os imaginais un universo sin estrellas?

Así me siento yo. Como si ya no hubiera estrellas en absoluto.

De pronto, me siento incómodo, con este denso silencio entre nosotros. Las palabras no dichas se encuentran en el aire, rodeándonos: las suyas son de disculpa; en cambio, las mías, no son tanto de perdón como de dolor.

Empiezo a hablar, porque no soporto los silencios incómodos. Hablamos de trivialidades, como el tiempo o los estudios. Poco a poco, me va hablando de su vida, su familia, sus sueños. De que quiere ser arquitecta, y diseñar su propia casa. Quiere hijos, uno o dos. No, no quiere a nadie que se encargue de la casa por ella. Y sí, quiere un perro.

Demonios. Ahora yo también quiero uno, le digo.

Ella se ríe. Me dice que, conmigo, el perro probablemente se moriría. Hago una mueca, oigo un quizás con una voz que parece la mía.

Te toca, me dice. Me mira, la intensidad derramándose de sus ojos azules.

—Está bien. Quiero una casa en el campo, cerca de un lago, e ir a pescar. Llegar a casa y tener montones de cerveza y una televisión enorme —abre la boca para hacer un comentario, pero se la tapo con una mano—. También quiero  ir al espacio y ver la Tierra desde ahí fuera, y las estrellas, y sentirme finalmente libre. Quiero besarte. Mucho. Demasiado —eso la pilla por sorpresa. A mí también.

—William...

—Ah, sí. Y por último, pero no menos importante, quiero que mi primo cambie su sofá, porque cada vez que me siento ahí parece que estoy apoyando el culo en una maldita roca.

Ella se ríe. Una risa clara y perfecta cargada de nerviosismo porque ninguno de los dos va a olvidar lo que acabo de decir. Repentinamente, me siento mal. Ella debe de estar pasándolo fatal, o como mínimo, sintiendo lástima por mí. ¿Qué esperaba? ¿Que dijera algo como "William, te amo, vivamos juntos en esa casa junto al lago. Y oh, olvida a mi prometido"? Me duele la cabeza de tanto pensar en ello.

Me pongo en pie. Todo eso, todo lo que acabo de pensar en la última hora, no volverá a cruzar mi mente, lo prometo. A partir de ahora, no somos más que dos viejos amigos. Salimos del parque y caminamos sin dirección alguna.

Sólo dos viejos amigos que van hacia ninguna parte.

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