iv

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El sol empezó a salir detrás de las montañas. La llovizna, inesperada, humedeció el rostro del niño y la luz, que aparecía normalmente en su plenitud quemante, parecía pasar a través de débiles capas de lluvia, como si lo hiciera por un fino cristal de niebla.
Dentro de poco -calculó el niño- , todo el pueblo estaría despierto y en pie. Nativos y forasteros de paso se acercarían a la playa a ver la presencia fascinante de la ballena varada.
-otro animal de Dios que se despistó -dijo una voz de mujer a espaldas de Sebastian.
Sin volver la vista atrás, el niño reconoció la voz cantarina de Eudosia.
Era una mujer de edad incalculable. La madre de Sebastian la había recibido en casa como un miembro más de familia y ella pagaba esta hospitalidad haciendo toda clase de oficios. Imponía su presencia y autoridad con la dulzura de una abuela. Se murmuraba que estaba loca, pero su loca era de todas maneras inofensiva. Nadie se atrevía a molestarla, excepto algunos niños que le lanzaban palabras de provocación para verla rabiar. Sólo querían escuchar las amenazas que ella devolvía y que los condenaba a asarse como jureles en las pilas ardientes
de los profundos infiernos.
Eudosia había envejecido haciendo toda la clase de servicios a la gente. Más de uno de aquellos niños, los mismos que la provocaban a su paso, había sido curado por ella. Los había dañado del mal ojo, de fiebres palúdicas, de vómitos y de diarreas ; los había sacado con sus propias manos del vientre materno, cortándoles el ombligo con los dientes, y había hecho de una insignificante montón de carne y huesos una criatura dispuesta a vivir en el mundo por sus propios medios. Y los había curado con sus secretos de yerbas y oraciones incomprensibles, musitadas con el acento musical de unas erres salidas de la garganta. Después de haberles cortado el ombligo o haberlos curado de enfermedades que el médico desconocía, los olvidaba, como olvidaba recibir las recompensas que sus padres le ofrecían.
Pese a la seriedad evidente de las curaciones, muchos seguían tomándola en broma.
-parece que llegó hace muy poco - dijo Sebastian con pesar -. Nadie la vio llegar.

-Ni modo de hacer nada por ella - dijo la negra.
A Sebastian no le gustó tanto pesimismo en boca de Eudosia.
-No se moleste, niño sebas -explicó ella -. Se lo digo porque, según dicen, las ballenas sufren mucho más estando en estas condiciones que muriéndose.
Estaba acostumbrada a ver la llegada de ballenas despistadas a esas costas. Pocas veces se conseguía salvarlas. O nadie se interesaba en hacerlo. Por el contrario : desde el día en que supo que los japoneses pagaban a precio de oro la carne de los cetáceos, a algunos nativos de les metió en el alma la codicia y esperaron la llegaba providencial de las ballenas para atacarlas a arponazos y descuartizarlas mientras calculaban el peso de una carne poco apetecida en el pueblo.

No era ésta una constumbre
antigua. Empezó a imponerse cuando los pesqueros japoneses decidieron arrimarse con mayor frecuencia a esas costas. A nadie le cabía en la cabeza que pudiera disfrutarse comiendo aquella carne con dureza de suela de zapato, carne que sólo sabía a algo si era secada al sol o Ahumada durante horas y días.
Eudosia lo recordaba con indiferencia. Y mientras veía el rostro desconcertado del niño, pensaba que salvar a un animal de tamaño sobrenatural, en caso de qué se deseara salvarlo, no sería nada fácil. Arrastrarlo hacia aguas más profundas exigía el concurso de muchos hombres. En ocasiones había presenciado la agonía lenta y desesperada de la bestia, por la que nadie mostraba una sola mirada de compasión.
Y fue precisamente compasión lo que leyó en el rostro del niño.
-Vamos, muchacho, que Ver a esa ballena me pone enferma -dijo la negra -. No por ella sino por usted.
Nunca lo había visto tan desconcertado. Trató de consolarlo y sorprenderlo gratamente.
-Le voy a decir una cosa ; ese primer verso de su canción es precioso.
Sebastian la miró abriendo los ojos de sorpresa.
-¿ De qué verso me habla ? ¿De cuál canción?
- Del verso que compuso anoche -dijo ella.
-¿ Y usted cómo lo sabe ?
-Sé muchas cosas que los demás ignoran
-dijo a manera de sentencia.
Medio bruja, medio loca. Sebastian recordó lo que todos decían de Eudosia, lo que se decía de la madre ya muerta, una anciana que nunca pudo hablar la lengua de los demás mortales y que murió, según cuentas bien hechas, soñando con regresar a la isla de donde había llegado siendo joven, después de haber trabajado como mula en los pantanos donde se construirá el canal de Panamá.
-¿Adivina la suerte? -le preguntó el niño, todavía perplejo.
-No, la suerte no -dijo - . Adivino a veces el destino de los cristianos, aunque no me gusta hacerlo.

- Si es verdad que la ballena y yo la ponemos enferma -cambió de tema
deberíamos hacer algo para salvarla.
La idea se le había ocurrido de repente.
-¿Salvarla? ¿Qué puede hacer una pobre loca como yo ?
Lo dijo con el acento más melancólico que el niño le hubiera escuchado jamás.
- ¿Qué se puede hacer?
Sebastian no lo sabía. Por ello su pregunta provocó nuevas preguntas en su mente.
De pie, bajo la llovizna, el niño y la mujer parecían hablarle en silencio . Miraban al cielo, donde el sol se asomaba con timidez, pronosticando una mañana incierta.
Eudosia, callada, miraba el balanceo de las aguas. Estaba a punto de decir que no valía la pena seguir mojándose pero la posibilidad de una lluvia más intensa le hizo decir algo esperanzador:
-Ojalá no salga el sol, ojalá caiga un agua cero de verdad.
No pretendía ilusionar a su niño. Si no salía el sol
-pensaba -, si llovía en aquellas costas, la ballena tendría al menos la posibilidad de no asfixiarse en pocas horas.
- No se haga ilusiones, niño Sebas -añadió -. Usted sabe que los japoneses que vienen a saquear nuestras aguas con sus barcos del demonio están pagando muy bien por la carne de ballena.
Tomó al niño de unas mano y le informó lo más terrible que él podía escuchar en esos instantes.
-Oí decir que hoy llegaba el barco japonés.
- ¿Un barco japonés?
-Si, niño Sebas: un pesquero del diablo.
-Yo me quedo -dijo el niño al ver que Eudosia giraba el cuerpo dispuesta a regresar al pueblo.

Caminaba de regreso a casa con el bamboleo parsimonioso de sus caderas. Iba vestida con una larga falla floreada, heredada de la madre del niño. Tenía, por lo visto, cosas más importantes que hacer: preparar el almuerzo, barrer la casa, tender las camas, encerrarse a musitar sus extrañas oraciones.
-Le diré a su mamá que venga a ver la ballena -gritó la negra sin mirar atrás.
Nada podía hacer ella. Conocía muy bien la conducta de los hombres, siempre dispuestos as acabar con lo que encontraran a su paso , mucho más dispuestos a destruir que a salvar aquello que podía salvarse. No veían más allá de sus narices no pensaban en otra cosa que no fuera la cavidad de sus estómagos.
No pensaba por la suerte que correría la ballena. Se lo decía por los bosques traslados a hachazos, por los ríos que recibían que recibían cuenta porquería sobraba. Esos mismos ríos, antes caudalosos y limpios, tenían ahora un caudal de lágrima. La selva era penetrada por los buldozeres, sometida a la voracidad humana. Algunos hombres pescaban con dinamita y a la playa eran arrojados miles de peces diminutos. El aceite de los motores flotaba en la superficie de las aguas como un horrible arcoiris toxico. Los forasteros compraban por nada la tierra donde habían vivido desde siempre nativos y colonos, y en poco tiempo los antiguos dueños se convertían en sirvientes de los recién llegados. Yo, no podía hacer nada.
Sebastian había acompañado con la vista el regreso de Eudosia. Se alejaba lentamente. Sabía que ella informaría a todo el pueblo ya quien deseara escucharla sobre la presencia de la ballena en la playa.
El niño desvío los ojos hacia la bahía. La Barca de su padre regresaba por el costado izquierdo.

La Ballena VaradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora