capítulo segundo

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I
Don Carlos llegó a casa respirando con la dificultad del cansancio. Depósito en la cocina los pescados y le sorprendió no encontrar a nadie a quien mostrar el mejor trofeo del día, un pargo que debía pasar más de cinco kilos.

_ ya veo que usted no se ha dado cuenta de nada_ dijo Eudosia a espaldas de Don Carlos.
Había llegado a la cocina sigilosamente, como de puntillas, sin hacerse sentir. A menudo, esta manera de caminar por la casa, de aparecer donde menos se le esperaba, provocaba más de un susto. Semejaba una aparición. Surgía en cualquier lugar, en la sala, en el corredor, en los cuartos, como si saliera de la nada. Cuando la hacían perdida en el pueblo, resultaba que no se había movido de la casa.
-¿ De qué tengo que darme cuenta. Eudosia?
-Hace como una hora hay una ballena despistada en la playa -dijo -. Usted debe estar ciego.
-Así que todo ese bochinche de la calle es por una bendita ballena varada.
-Bochinche el que va a armar su hijo -dijo.
Cada vez que Eudosia quería hablar con doble intención , torcía los labios.
Don Carlos sólo así que Sebastian se resistía a abandonar la playa. La negra no podía precisarle las intenciones del niño, pero por su actitud, podía deducir que trataba de salvar a la ballena.
Ignoraba, sin embargo, que antes de acercarse a la orilla y al escuchar que una ballena reposaba encallada en el costado derecho, cerca a la desembocadura del río, eran ya muchos los que hablaban de preparar el sacrificio. Se disputaban la dirección de las operaciones, como si se tratara de una guerra en la cual su general encabezaría el avance hacia el objetivo. Empezaba a estar claro que la dirección de las operaciones debería asignarse a Don Jacinto. Era un hombre rico y con capacidad de mando, capaz de convertir en plata todo lo que tocara. Eudosia ignoraba lo que sucedía en la casa de ese viejo avaro, pero su pensamiento se dirigió a la casona de aquel hombre sin escrúpulos.
-Para colmo -dijo la negra a Don Carlos -, empezó a regar la bola de que está tarde llega un pesquero japonés
-¿Y qué tiene que ver el pesquero con la ballena?
Eudosia se rió de la pregunta, que encontró ingenua.
-¿No sabe usted acaso que estos chinitos compran la carne de ballena a precios de pavo?
Inclinado frente a una mesa sobre la cual descansaba un Platón lleno de agua, Don Carlos se lavaba los brazos con jabón. Encima del fogón de leña apagado, el pargo de al menos cinco kilos no dejaba de llamar la atención de la negra. Así de ella dependiera, si no fuera una decisión exclusiva de Doña Francisca, la madre de Sebastian, aquel gran pescado hubiera empezado ya a asarse sobre las brasas.
-Iré a ver qué pasa -dijo Don Carlos al terminar de asearse.
-Doña Francisca salió a buscar al niño Sebas -informó Eudosia.
Como había llegado, sin que Don Carlos sintiera sus pasos, así se iba ella. Dejándolo con las palabras en la boca. Iba a pedirle en ese instante que le sacara una camisa limpia del ropero. Pero al darse cuenta de la desaparición de la negra, se dijo que lo mejor sería no ponerle misterio a un asunto tan corriente.
Estaba por creer que había algo indescifrable en la conducta de Eudosia, incomprensible para los demás pero perfectamente explicable en la vida de la mujer. Posiblemente fuera una cierto lo que se decía en bahía Solano : que Eudosia tenía poderes sobrenaturales, que los tenía como los había tenido su madre, a quienes los viejos de su mismo tiempo la llamaron siempre tante luise: tía Luisa. Para todos, la curandera medio loca había heredado las malas costumbres de la vieja. No quería creer en esta clase de habladurías, pero eran tantas las personas que lo decían y tantos los motivos que ella daba para seguir creyéndolo, que Don Carlos aceptaba como un hecho las murmuraciones.
Recordaba un episodio que había llenado de asombro a todo el pueblo. Eudosia había dicho con gran naturalidad que uno de los muertos enterrados el mes pasado había sido sepultado vivo. Lo había dicho una hora después del sepelio y todos se habían reído de ella. Sólo la hija del difunto le hizo caso. Sin que nadie la viera, regresó al cementerio, busco la ayuda de un ocioso y, a la luz de una espléndida luna llena, ordenó que abrieran la fosa. Y cuánta no sería su sorpresa al encontrar que, en efecto, el difunto no estaba muerto sino asfixiándose dentro de la caja mortuoria. Con todas las fuerzas que le infundía la desesperación, la mujer sacó al padre del rústico ataúd de madera.
Ante el asombro y el espanto de quienes la vieron regresar acompañada por el difunto, se dirigió a darle las gracias a la negra, quien le dijo que ese sinvergüenza no merecía estar vivo. Si había dicho lo que dijo para salvarlo, lo decía para verlo sufrir un poco más en este mundo. No olvidaba los insultos que le había dirigido alguna vez, llamándola bruja, loca, engendro del demonio, aborto de la naturaleza.

- Vaya, Don Carlos, vaya a consolar a su muchacho-dijo la negra. Pero la voz que el padre de Sebastian estaba escuchando no era una voz cercana sino las palabras de alguien que ya no estaba ante sus ojos.

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Gracias

La Ballena VaradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora