Walden

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Observé el reloj por cuarta vez en los últimos cinco minutos. Me quedé estático, hipnotizado ante el lento avance de las manecillas que susurraban su rítmica melodía casi inaudible. Tic-tac, tic-tac, tic-tac. Tres segundo, cuatro, cinco; el tiempo avanzaba constante, aunque en mi mente se dibujaba la imagen de Cronos y Kairós, luchando por modificar lo que me rodeaba. Más despacio. Más despacio. Un poco más despacio. Las manecillas corrían a gran velocidad mientras que el mundo giraba en cámara lenta.

Cada segundo era importante, cada instante tenía un precio incalculable que desearía poder pagar. Necesitaba más tiempo. La fecha límite se acercaba rauda, corriendo velozmente, pisándome los talones. Y yo, sentado en una banca de metal increíblemente incómoda, a la espera de una voz invisible que anunciara el momento de abordar. Maldije en mi mente, sabiendo que posiblemente me fuese imposible sentarme a escribir hasta pasada la hora de la cena. Un día completo de trabajo se perdería entre papeleo y desorden. En realidad, un segundo día porque ya había perdido una jornada entera durante el trayecto entre mi hogar en Dresden y Nueva York.

Creyendo que mi propio apuro aceleraría los trámites, había renunciado a la única noche de sueño que podría haber tenido entre mi llegada a la metrópolis y el abordaje del Blue Star. Reorganicé la valija, imprimí varias copias de cada pasaje y documento necesario, por si acaso alguno salía borroso. Preparé un bolso pequeño con mis herramientas de trabajo: la computadora portátil, un cuaderno y varios instrumentos de escritura en diferentes colores. Bebí un par de cervezas sin sabor en el bar del hotel y me dirigí al puerto casi tres horas antes de tiempo. El crucero zarparía a las diez de la mañana, por lo que desperté a las cinco para tener tiempo suficiente como para darme un buen baño de inmersión en la bañera con hidromasaje de mi suite. Normalmente no invertía tiempo o dinero en estos placeres, pero mi editor me había recomendado disfrutar de momentos relajantes que alejaran el estrés, y creí que esa sería una gran oportunidad para despabilarme y preparar mi mente para la larga espera que tendría en el puerto.

Me había equivocado. Llevaba casi media hora sentado allí. El equipaje ya había sido despachado y mi pasaporte escaneado. Los trámites aduaneros habían quedado atrás y solo podía esperar y seguir esperando a que una voz sin rostro anunciara el comienzo del embarque.

Suspiré y volví a observar el reloj. Había pasado un minuto y medio desde la última vez que lo miré. Aún no había señales que indicaran el comienzo del abordaje. La punta de mi pie derecho golpeaba el suelo con impaciencia al ritmo de un tic-tac imaginario que me era imposible oír a causa del constante bullicio.

Las voces iban a venían, al igual que los pies de las personas que pasaban apuradas frente a mí. Yo no me atrevía a mirarles la cara, prefería evitar anunciarles mi curiosidad. Sin embargo, con la vista clavada en el piso, analizaba sus pisadas y sus voces.

La fragilidad del oleajeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora