Walden

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Finalmente tendría un rato de paz.

Abrí la puerta de mi camarote y observé el interior desde el umbral, analizando la decoración, quizás con miedo a encontrarme con alguna ridiculez. Por suerte, todo parecía normal, simple y cómodo.

La habitación era pequeña, pero lo suficientemente ordenada como para que una persona se instalara allí sin problemas. La cama doble ocupaba gran parte del espacio, con sus mullidas almohadas y la abrigada frazada azul que ostentaba el logo del crucero. Frente a la cama se encontraba el televisor que posiblemente mantuviese apagado durante toda la travesía. Por último, en un rincón descansaba lo que yo más necesitaba, el escritorio.

Definitivamente no sería ni la mitad de cómodo que el que yo tenía en mi casa, aunque supuse que bastaría para cumplir su cometido. Me acerqué un poco más al notar que había algunos papeles sobre la madera oscura. Información sobre el crucero, el menú para pedir servicio al cuarto, teléfonos internos, costos de servicios extras —internet, lavandería, etc—, costos de actividades turísticas en los puertos en los que nos detendríamos y un pequeño calendario con las actividades principales del crucero. Acomodé todo aquello en el cajón y coloqué mi laptop sobre el escritorio. Luego, abrí la maleta y busqué los libros de consulta; dos diccionarios, una pequeña enciclopedia y algunos textos de historia alemana que podrían serme útiles. Apilé los volúmenes junto a la computadora.

Dejé mi maleta abierta sobre la cama y caminé hacia la ventana para apreciar el pequeño balcón que acompañaría mis noches de cerveza en busca de inspiración. Me encontraba del lado opuesto al puerto, con la ciudad a mis espaldas y la Estatua de la Libertad a lo lejos, hacia mi izquierda. Pronto podría perderme en la soledad del horizonte marino, sin costas ni edificios, sin nada más que el vaivén del oleaje.

Miré el reloj. Ya había pasado el mediodía. Doce horas desperdiciadas.

Me quité la camisa y el pantalón, dispuesto a tomar una ducha. Dejé mi pequeño cuaderno negro y la birome junto a la maleta, escogí ropa limpia y entré al baño. Abrí el grifo, pero no ocurrió nada. Maldije varias veces en alemán, llevándome ambas manos a la cabeza. Estúpidos americanos.

Enfadado, asumí que no podría asearme hasta que hubiésemos zarpado.

Volví a observar el reloj, preguntándome si valía la pena comenzar a trabajar. Cansado de perder tiempo, me propuse no desperdiciar siquiera un minuto más.

Me senté frente al escritorio, encendí la computadora y abrí un archivo nuevo, en blanco. Lo observé por varios segundos; cerré los ojos y suspiré. No sabía qué escribir.

Redacté una primera frase sencilla, algo así como "Un repentino cambio de planes me llevó a tomar aquella decisión". Releí lo escrito, pero no se me ocurrió nada. Lo borré e intenté otra vez. "No me quedó más opción que enfrentarme a la realidad." No, tampoco era un buen comienzo. Lo eliminé. "Érase una vez..." escribí con ironía.

—Buenas tardes, pasajeros —anunció una voz masculina—, les habla su capitán, Adrien Dupont. Sean bienvenidos al Blue Star. Espero que disfruten de nuestra travesía. Antes de zarpar, debo pedirles que se dirijan a babor y estribor para llevar a cabo los ejercicios de seguridad requeridos por la ley de los Estados Unidos. Aquellos pasajeros en camarotes de números pares diríjanse a babor. Quienes ocupen los números impares vayan a estribor. Encontrarán la señalización correspondiente en el séptimo piso. Los ejercicios de seguridad comenzarán en veinte minutos y son obligatorios. Es imperante que todos los pasajeros asistan. Nuestro personal patrullará pasillos y demás sectores para poder guiarlos al área correspondiente. Muchas gracias por su atención.

La fragilidad del oleajeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora