Despierto de golpe. El aeropuerto sigue aquí y yo también. Los ojos me arden, pagaría lo
que fuera por unas gotas de Visine. Al Lerner, que no entiende mi rolio
traté de explicarle lo que sentía, pero solo me habló de lo urgido que estaba: no tenía
claro si la negra que le chupó el pico en una boíte de Copacabana era hombre o no, ya que
nunca se sacó toda la ropa y tenía las tetas demasiado grandes y duras para que fueran de
verdad. Está ahora a mi lado, durmiendo, acurrucado en el suelo, como si fuera el Boris, su
famoso pastor alemán, soñando con la negra o el negro aquél. Del bolsillo de su chaqueta
de lino sobresale su pasaje: el pasaje
de regreso.
Busco el mío y cacho que no está. Pánico. Sabía que lo iba a perder, debe estar en el hotel,
se me quedó en Leblon, tendré que avisar al consulado, la profesora jefe me va a matar.
Reviso mi bolso Adidas. Ahí está. Falsa alarma. Por un segundo imaginé el caos: «Se queda
aquí, por huevón». Y yo, poquito contento, saldría en ese caso a la autopista, a hacer dedo,
y una camioneta sicodélica, llena de surfistas, me llevaría y me bajaría por el Rio Palace, en
pleno Copacabana, metería mi polera Hering y los Levi's blancos en el bolso, me lanzaría al
agua y la Cassia se me aparecería por detrás, me agarraría el pelo mojado y querría hacerme
una colita. Y me diría, como esa vez: «Te verías bien con el pelo mucho más largo». Y yo
me daría vuelta, le diría «¿ah, sí, ah?» y su nariz, esa nariz tan linda, estaría bien quemada.
En el agua nos besaríamos, las olas cruzarían por entre nosotros y ella me diría, entre
abrazos y cosquillas: «Ahora te vas, ahora es tu hora: te toca nadar».
Camino unos pasos por el aeropuerto y no me siento nada bien. Mi fantasía me parece bomb, de
segunda categoría. Siento pena, y sueño, algo que se termina y no termina nunca, y el avión que no
llega. Todo esto me parece una tortura, no debería ser. Me duele la cabeza, todo rebota en mi
interior, como en un parlante sin baffle. Y el avión que se atrasó en Dakar por algún problema del
tren de aterrizaje. Llego a un teléfono. Lo levanto y, claro, no tengo su número, no puedo
comunicarme con ella. Lo sabía y se me olvidó. Igual escucho el tono, que no es el mismo de los
teléfonos en Chile y desde ahí, a lo lejos, en una curva del edificio, escondida, veo a la Antonia
leyendo, leyendo una revista con una paz y una tranquilidad imposibles, que envidio pero no
entiendo, ni entendería aunque tratase.
La observo: me parece perfecta, al menos para mí. Por eso también la siento lejos. Y como
que me gusta eso. Tiene puesto sobre su pelo liso, esa melena color miel, el sombrero ése
que le regalé, o que ella me quitó: el sombrero del Tata Iván, mi abuelo, que me robé