Parte sin título 2

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Despierto de golpe. El aeropuerto sigue aquí y yo también. Los ojos me arden, pagaría lo

que fuera por unas gotas de Visine. Al Lerner, que no entiende mi rolio

traté de explicarle lo que sentía, pero solo me habló de lo urgido que estaba: no tenía

claro si la negra que le chupó el pico en una boíte de Copacabana era hombre o no, ya que

nunca se sacó toda la ropa y tenía las tetas demasiado grandes y duras para que fueran de

verdad. Está ahora a mi lado, durmiendo, acurrucado en el suelo, como si fuera el Boris, su

famoso pastor alemán, soñando con la negra o el negro aquél. Del bolsillo de su chaqueta

de lino sobresale su pasaje: el pasaje

de regreso.

Busco el mío y cacho que no está. Pánico. Sabía que lo iba a perder, debe estar en el hotel,

se me quedó en Leblon, tendré que avisar al consulado, la profesora jefe me va a matar.

Reviso mi bolso Adidas. Ahí está. Falsa alarma. Por un segundo imaginé el caos: «Se queda

aquí, por huevón». Y yo, poquito contento, saldría en ese caso a la autopista, a hacer dedo,

y una camioneta sicodélica, llena de surfistas, me llevaría y me bajaría por el Rio Palace, en

pleno Copacabana, metería mi polera Hering y los Levi's blancos en el bolso, me lanzaría al

agua y la Cassia se me aparecería por detrás, me agarraría el pelo mojado y querría hacerme

una colita. Y me diría, como esa vez: «Te verías bien con el pelo mucho más largo». Y yo

me daría vuelta, le diría «¿ah, sí, ah?» y su nariz, esa nariz tan linda, estaría bien quemada.

En el agua nos besaríamos, las olas cruzarían por entre nosotros y ella me diría, entre

abrazos y cosquillas: «Ahora te vas, ahora es tu hora: te toca nadar».

Camino unos pasos por el aeropuerto y no me siento nada bien. Mi fantasía me parece bomb, de

segunda categoría. Siento pena, y sueño, algo que se termina y no termina nunca, y el avión que no

llega. Todo esto me parece una tortura, no debería ser. Me duele la cabeza, todo rebota en mi

interior, como en un parlante sin baffle. Y el avión que se atrasó en Dakar por algún problema del

tren de aterrizaje. Llego a un teléfono. Lo levanto y, claro, no tengo su número, no puedo

comunicarme con ella. Lo sabía y se me olvidó. Igual escucho el tono, que no es el mismo de los

teléfonos en Chile y desde ahí, a lo lejos, en una curva del edificio, escondida, veo a la Antonia

leyendo, leyendo una revista con una paz y una tranquilidad imposibles, que envidio pero no

entiendo, ni entendería aunque tratase.

La observo: me parece perfecta, al menos para mí. Por eso también la siento lejos. Y como

que me gusta eso. Tiene puesto sobre su pelo liso, esa melena color miel, el sombrero ése

que le regalé, o que ella me quitó: el sombrero del Tata Iván, mi abuelo, que me robé

La Mala OndaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora