La tragedia del títere y las tijeras

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Nunca se me permitió pensar, sentir o actuar acorde a mis instintos. Se me trataba y actuaba como una cáscara vacía en dónde se vertían órdenes que yo debía obedecer.

Y las obedecía.

No importaba que debía hacer para conseguir que las órdenes se cumplieran a la perfección. Las vidas de inocentes o la existencia de pueblos o ciudades que desconocían los peligros de los sentimientos de ira y venganza que almacenaban los gobiernos que rolaban dichos terrenos.

Tenía las manos manchadas de sangre y me era indiferente.

Yo era un títere del que movían, encantados, los hilos aquellos que hacían la puja más alta por mis servicios. Y por un largo tiempo todo aquello me daba igual. No tenía alma, estaba vacía y me alimentaba de la sangre de todo aquel que pudiese interponerse entre mi camino y la misión establecida. Durante casi tres décadas acepté dicha naturaleza, estaba en paz conmigo misma por el simple hecho de tener una naturaleza inmutable. Para mi, la carencia de sentimiento era el mayor nirvana. Pero siempre hay un "hasta que..." ¿Verdad? A todo el mundo le toca. El peso de todos mis actos cayó por fin en toda su gloria sobre mis hombros hace seis meses. Cuando me encontraba en mitad de la misión de acabar con el líder de uno del más famoso y eficiente grupo de rebeldes de Europa occidental.

Entrar fue extremadamente fácil, lo complicado fue el llamar la atención de los altos mandos, entre ellos, a su líder. Tardé cinco meses y cientos de charlas sin sentido para que un pacífico día de primavera, en donde Anker (su joven líder) me llevase a un hermoso claro que estaba partido por un pequeño arrollo. Recuerdo aquel día, fue el precursor de todos los sentimientos que me eran completamente desconocidos. Sensaciones aterradores que empezaron a anclarse a mi pecho. Ese día la gente se encontraba particularmente agitada. Y, entre todo ese ajetreo, Anker me cogió del brazo y me arrastró hasta la salida del búnker subterráneo. En ese momento, cuando el aire fresco nos golpeó en la cara, se giró hacía mi y me brindó una suave sonrisa. Sinceramente, ahora siendo objetiva, puedo afirmar que me quedé petrificada al ver como su sonrisa le iluminaba el rostro.

 Anker es un hombre apuesto. Su tez morena a causo de trabajar de sol a sol, su porte fuerte al haber estado ayudante durante tantos años a su padre con la granja y los cultivos le daba el tamaño de dos preadolescentes a medio formar. Me sacaba una cabeza y media cuando a mi se me consideraba una mujer que pasaba con facilidad la altura media. Y aunque todo aquello le añadía un inmenso atractivo, en realidad lo que era capaz de quitarte el aliento eran sus hermosos ojos celestes que contenían motas de un verde acuoso, protegidos por un millar de espesas y largas pestañas. Sus labios estaban perfectamente perfilados su media melena, negra azabache, se movía la son del viento por encima de una cinta de tela roja en dónde colgaban dos plumas de un blanco inmaculado como si se tratasen de los accesorios de un atrapasueños.

Recuerdo que después de unos minutos en lo que lo único que podía hacer era taladrarle con la mirada, Anker me cogió de la mano y me rodeó la cintura moviéndome y zarandeándome junto a él en un extraño intento de bailer hasta que ambos caímos sobre la mullida hierba.

"Ayshane" susurró como si tratase de saborear mi nombre cada vez que lo pronunciaba, "¿cuánto llevas con nosotros?" . Extrañada, me incorporé con ayuda de mis codos y le devolvió la mirada. "Llevo cinco meses, ¿pero, porqué..?".

"¿Qué haces aquí? ¿Qué intentas conseguir de nosotros?", me espetó con suavidad. Preguntas que para mi eran imposibles de responder. En realidad quería estar entre ellos, pero no porque debía matar a Anker. Ese sentimiento de muerte hacía el se desvanecía poco a poco desde el primer día que se acercó a mi. Quería estar aquí, pero no podía darle una respuesta coherente, ni completamente sincera.

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