Capítulo 10.-El regreso del león.

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Caminar al borde del barranco no era tan fácil como parecía. A los pocos metros se enfrentaron con bosquecillos de abetos nuevos que crecían en las mismas orillas; después de intentar atravesarlos avanzando agachados y con dificultad para abrirse paso, comprendieron que demorarían por lo menos una hora en caminar una milla entre esos árboles.

Volvieron atrás, entonces, y decidieron ir rodeando el bosquecillo. Se vieron obligados a alejarse más de lo necesario hacia la derecha, perdiendo de vista los acantilados y el mar, y llegaron a temer haber extraviado nuevamente la ruta. Nadie sabía qué hora era, pero ya empezaba a hacer más calor.

Cuando por fin pudieron volver al borde del barranco (casi una milla más abajo del punto de donde partieron), notaron que los precipicios a este lado eran mucho más bajos e irregulares. Pronto encontraron un paso para bajar a la quebrada y continuaron el viaje por la orilla del río.

Pero antes descansaron un momento y bebieron un largo sorbo de agua. Nadie hablaba ya de desayunar, ni aun de cenar, con Caspian. Fue prudente seguir a lo largo del Torrente en vez de ir por la cumbre, pues pudieron conservar el rumbo; después de lo sucedido en el bosquecillo de abetos, tenían miedo de alejarse de su ruta y perderse en medio de esa selva de viejos árboles, donde no había senderos y no era posible seguir una línea recta.

Matorrales de zarzas secas, árboles caídos, terrenos pantanosos y una densa maleza hacían el camino bastante tortuoso. Pero tampoco el valle del Torrente era un sitio muy agradable para viajar por él. Es decir, no era muy agradable para gente que lleva prisa.

Habría sido un sitio delicioso para pasear por la tarde, terminando con una merienda a la hora del té. Tenía todo lo imaginable para tal ocasión: retumbantes cataratas; plateadas cascadas; pozas profundas de color ámbar; rocas cubiertas de musgo; hondos pantanos en las riberas donde podías hundirte hasta más arriba de los tobillos; una gran variedad de helechos; libélulas fulgurantes como joyas; a veces algún halcón cruzaba el cielo, y una vez (Lia, Peter y Trumpkin creyeron verla), un águila. Pero sin duda lo que los niños y el Enano querían ver lo antes posible era el Gran Río allá abajo y Beruna y el camino hacia el Monumento de Aslan.

A medida que avanzaban, el Torrente iba cayendo por pendientes más y más escarpadas. Su travesía ya no era una caminata sino más bien una escalada; en ciertos lugares, una arriesgada escalada por rocas resbaladizas con un peligroso declive hacia oscuros abismos, y el río que rugía furiosamente en el fondo.

Comprenderás el ansia con que miraban los acantilados a su izquierda buscando alguna señal de hendedura o cualquier sitio por donde trepar; pero esos acantilados seguían mostrándose hostiles. Era exasperante, porque todos estaban conscientes de que, si lograban salir del barranco por ese costado, les faltaría nada más que subir una suave ladera y luego una corta caminata para llegar al campamento de Caspian.

Peter, Edmund, Lia y el Enano eran partidarios de encender un fuego y cocinar la carne de oso. Susan no estuvo de acuerdo; sólo quería, como dijo, "seguir adelante y terminar pronto con todo eso y abandonar aquellos bosques malditos". Lucy se sentía demasiado cansada y desdichada para opinar sobre cualquier tema. Pero como no tenían leña seca, tampoco importaba mucho lo que cada cual pensara. Los niños se preguntaban si la carne cruda sería tan asquerosa como decían, y Trumpkin les aseguró que sí lo era.

Las Crónicas de Narnia II El Príncipe Caspian(Peter Pevensie)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora