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Aislar.


Eso comencé a hacer cuando tenía doce años. Aislarme aún más de mi familia y montar malas caras cuando me veía obligada a visitarlos. Curioso, por aquellas épocas aún tenía un poco de afecto hacia aquellos seres que me vieron crecer. 

Pero sigo culpándolos por ganarse esto. No fue por placer, ¿saben? No es nada lindo ver los contactos, y darse cuenta que no quieres que llamen a nadie en caso de que llegues a quedar en coma en medio de la calle. 

Fueron ellos. Ellos y su pensamiento de cómo debe ser una señorita, con sus <<lo hacemos porque te amamos>> y sus intentos de meterse en lo que no debían. Ellos y su tradicionalismo estúpido, con ideas machistas y católicas a las que no soportaron que me rebelara. Ellos y su intolerancia al pensamiento distinto, con la hipocresía y el <<no quiero que te juntes con ella, es mala influencia>> que escuchaba que mis tíos les decían a mis primas. 

Tenía doce y necesitaba comprensión, no un sermón de que me iría al infierno por sacar el dedo del medio. Tampoco quería que me dijeran que era mala persona, ¡yo solo quería atención! Pero no, solo por eso era mirada de reojo y me hacían sentir culpable por cosas que hacían.

¿Que le dije a la vecina las pestes que hablaban de ella? Entonces, ¿es mi culpa que sean unos hipócritas de mierda? Oh, por favor, eso solo era un comienzo. La alfombra roja para el show que fueron mis trece años.


Capullo de papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora