Capítulo 10

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Era aún bastante temprano. No estoy seguro de qué hora sería, pero desde luego no muy tarde. Me revienta irme a la cama cuando ni siquiera estoy cansado, así que abrí las maletas, saqué una camisa limpia, me fui al baño, me lavé y me cambié. Había decidido bajar a ver qué pasaba en el Salón Malva. Así se llamaba la sala de fiestas del hotel, el Salón Malva.

Mientras me cambiaba de camisa se me ocurrió llamar a mi hermana Phoebe. Tenía muchas ganas de hablar con ella por teléfono. Necesitaba hablar con alguien que tuviera un poco de sentido común. Pero no podía arriesgarme porque, como era muy pequeña, no podía estar levantada a esa hora y, menos aún, cerca del teléfono. Pensé que podía colgar en seguida si contestaban mis padres, pero no hubiera dado resultado. Se habrían dado cuenta de que era yo. A mi madre no se le escapa una. Es de las que te adivina el pensamiento. Una pena, porque me habría gustado charlar un buen rato con mi hermana.

No se imaginan ustedes lo guapa y lo lista que es. Les juro que es listísima. Desde que empezó a ir al colegio no ha sacado más que sobresalientes. La verdad es que el único torpe de la familia soy yo. Mi hermano D.B. es escritor, ya saben, y mi hermano Allie, el que les he dicho que murió, era un genio. Yo soy el único tonto. Pero no saben cuánto me gustaría que conocieran a Phoebe. Es pelirroja, un poco como era Allie, y en el verano se corta el pelo muy cortito y se lo remete por detrás de las orejas. Tiene unas orejitas muy monas, muy pequeñitas. En el invierno lo lleva largo. Unas veces mi madre le hace trenzas y otras se lo deja suelto, pero siempre le queda muy bien. Tiene sólo diez años. Es muy delgada, como yo, pero de esas delgadas graciosas, de las que parece que han nacido para patinar. Una vez la vi desde la ventana cruzar la Quinta Avenida para ir al parque y pensé que tenía el tipo exacto de patinadora. Les gustaría mucho conocerla. En el momento en que uno le habla, Phoebe entiende perfectamente lo que se le quiere decir. Y se la puede llevar a cualquier parte. Si se la lleva a ver una película mala, en seguida se da cuenta de que es mala. Si se la lleva a ver una película buena, en seguida se da cuenta de que es buena. D.B. y yo la llevamos una vez a ver una película francesa de Raimu que se llamaba La mujer del panadero. Le gustó muchísimo. Pero su preferida es Los treinta y nueve escalones, de Robert Donat. Se la sabe de

memoria porque la ha visto como diez veces. Por ejemplo, cuando Donat llega a Escocia huyendo de la policía y se refugia en una granja y un escocés le pregunta: «¿Va a comerse ese arenque, o no?», Phoebe va y lo dice en voz alta al mismo tiempo. Se sabe todo el diálogo de memoria. Y cuando el profesor, que luego resulta ser un espía alemán, saca un dedo mutilado que tiene para enseñárselo a Donat, Phoebe se le adelanta y me planta un dedo ante las narices en medio de la oscuridad. Es estupenda, de verdad. Les gustaría mucho. Lo único es que a veces se pasa de cariñosa. Para lo pequeña que es, es muy sensible.

Otra cosa que tiene es que siempre está escribiendo libros que luego nunca termina: La protagonista es una niña detective que se llama Hazel Weatherfield, sólo que Phoebe escribe su nombre Hazle. Al principio parece que es huérfana, pero luego aparece su padre todo el tiempo. El padre es «un caballero alto y atractivo de unos veinte años de edad». Es graciosísima la tal Phoebe. Les encantaría. Ha sido muy lista desde pequeñita. Cuando era sólo una cría, Allie y yo solíamos llevarla al parque con nosotros, especialmente los domingos. Allie tenía un barquito de vela con el que le gustaba jugar en el lago y Phoebe se venía con nosotros. Se ponía unos guantes blancos y caminaba entre los dos muy seria, como una auténtica señora. Cada vez que Allie y yo nos poníamos a hablar sobre cualquier cosa, Phoebe nos escuchaba muy atentamente. En ocasiones, como era tan chica, se nos olvidaba que estaba delante, pero ella se encargaba de recordárnoslo porque nos interrumpía todo el tiempo. Por ejemplo, le daba un empujón a Allie y le decía: «Pero, ¿quién dijo eso, Bobby o la señora?» Nosotros le explicábamos quién lo había dicho y ella decía: «¡Ah!», y seguía escuchando. A Allie le traía loco. Quiero decir que la quería muchísimo también. Ahora tiene ya diez años, o sea que no es tan cría, pero sigue haciendo mucha gracia a todo el mundo. A todo el mundo que tiene un poco de sentido, claro.

El guardián entre el centeno - J.D. SalingerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora