Capítulo 13

770 15 0
                                    

Volví al hotel andando. Cuarenta manzanas como cuarenta soles. No lo hice porque me apeteciera caminar, sino porque no quería pasarme la noche entera entrando y saliendo de taxis. A veces se cansa uno de ir en taxi tanto como de ir en ascensor. De pronto te entra una necesidad enorme de utilizar las piernas, sea cual sea la distancia o el número de escalones. Cuando era pequeño, subía andando a nuestro apartamento muy a menudo. Y son doce pisos.

No se notaba nada que había nevado. Apenas quedaba nieve en las aceras, pero en cambio hacía un frío de espanto, así que saqué del bolsillo la gorra de caza roja y me la puse. No me importaba tener un aspecto rarísimo. Hasta bajé las orejeras. No saben cómo me acordé en aquel momento del tío que me había birlado los guantes en Pencey, porque las manos se me helaban de frío. Aunque estoy seguro de que si hubiera sabido quién era el ladrón no le habría hecho nada tampoco. Soy un tipo bastante cobarde. Trato de que no se me note, pero la verdad es que lo soy. Por ejemplo, si hubiera sabido quién me había robado los guantes, probablemente habría ido a la habitación del ladrón y le habría dicho: «¡Venga! ¿Me das mis guantes, o qué?»., El otro me hubiera preguntado con una voz muy inocente: «¿Qué guantes?». Yo habría ido entonces al armario y habría encontrado los guantes escondidos en alguna parte, dentro de unas botas de lluvia por ejemplo. Los hubiera sacado, se los habría enseñado, y le habría dicho: «Supongo que éstos son tuyos, ¿no?» El ladrón me habría mirado otra vez con una expresión muy inocente y me habría dicho: «No los he visto en mi vida. Si son tuyos puedes llevártelos. Yo no los quiero para nada.» Probablemente me habría quedado allí como cinco minutos con los guantes en la mano sabiendo que lo que tenía que hacer era romperle al tío la cara. Hasta el último hueso, vamos. Sólo que no habría tenido agallas para hacerlo. Me habría quedado de pie, mirándole con cara de duro de película y luego le habría dicho algo muy ingenioso, muy agudo. Lo malo es que , si le hubiera dicho algo así, el ladrón seguramente se habría levantado y me habría dicho: «Oye, Caulfield, ¿me estás llamando ladrón?», y yo, en lugar de responderle: «Naturalmente», probablemente le habría dicho: «Todo lo que sé es que tenías mis guantes dentro de tus botas de lluvia.» El chico habría pensado que no iba a atizarle y se me habría encarado: «Oye, pongamos las

cosas en claro. ¿Me estás llamando ladrón?», y yo probablemente le habría contestado: «Nadie te llama nada. Todo lo que sé es que mis guantes estaban dentro de tus botas de lluvia», y así podría haber repetido lo mismo durante horas. Al final habría salido de la habitación sin pegarle un puñetazo siquiera. Habría bajado a los lavabos, habría encendido un cigarrillo y luego me habría mirado al espejo poniendo cara de duro. Esto es lo que iba pensando camino del hotel. De verdad que no tiene ninguna gracia ser cobarde. Aunque quizá yo no sea tan cobarde. No lo sé. Creo que además de ser un poco cobarde, en el fondo lo que me pasa es que me importa un pimiento que me roben los guantes.

Una de las cosas malas que tengo es que nunca me ha importado perder nada. Cuando era niño, mi madre se enfadaba mucho conmigo. Hay tíos que se pasan días enteros buscando todo lo que pierden. A mí nada me importa lo bastante como para pasarme una hora buscándolo. Quizá por eso sea un poco cobarde. Aunque no es excusa, de verdad. No se debe ser cobarde en absoluto, ni poco ni mucho. Si llega el momento de romperle a uno la cara, hay que hacerlo. Lo que me pasa es que yo no sirvo para esas cosas. Prefiero tirar a un tío por la ventana o cortarle la cabeza a hachazos, que pegarle un puñetazo en la mandíbula. Me revientan los puñetazos. No me importa que me aticen de vez en cuando —aunque, naturalmente, tampoco me vuelve loco—, pero si se trata de una pelea a puñetazos lo que más me asusta es ver la cara del otro tío. Eso es lo malo. No me importaría pelear si tuviera los ojos vendados. Sé que es un tipo de cobardía bastante raro, la verdad, pero aun así es cobardía. No crean que me engaño.

Cuanto más pensaba en los guantes y en lo cobarde que era, más deprimido me sentía, así que decidí parar a beber algo en cualquier parte. En Ernie sólo había tomado tres copas, y la última ni la había terminado. Para eso del alcohol tengo un aguante bárbaro. Puedo beber toda la noche si me da la gana sin que se me note absolutamente nada. Una vez, cuando estaba en el Colegio Whooton, un chico que se llamaba Raymond Goldfarb y yo nos compramos una pinta de whisky un sábado por la noche y nos la bebimos en la capilla para que no nos vieran. El acabó como una cuba, pero a mí ni se me notaba. Sólo estaba así como muy despegado de todo, muy frío. Antes de irme a la cama vomité, pero no porque tuviera que hacerlo. Me forcé un poco.

El guardián entre el centeno - J.D. SalingerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora