Capítulo 11

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De pronto, mientras andaba hacia el vestíbulo, me volvió a la cabeza la imagen de Jane Gallaher. La tenía dentro y no podía sacármela. Me senté en un sillón vomitivo que había en el vestíbulo y me puse a pensar en ella y en Stradlater metidos en ese maldito coche de Ed Banky. Aunque estaba seguro de que Stradlater no se la había cepillado —conozco a Jane como la palma de la mano—, no podía dejar de pensar en ella. Era para mí un libro abierto. De verdad. Además de las damas, le gustaban todos los deportes y aquel verano jugamos al tenis casi todas las mañanas y al golf casi todas las tardes. Llegamos a tener bastante intimidad. No me refiero a nada físico —de eso no hubo nada. Lo que quiero decir es que nos veíamos todo el tiempo. Para conocer a una chica no hace falta acostarse con ella.

Nos hicimos amigos porque tenía un Dobermann Pinscher que venía a hacer todos los días sus necesidades a nuestro jardín y a mi madre le ponía furiosa. Un día llamó a la madre de Jane y le armó un escándalo tremendo. Es de esas mujeres que arman escándalos tremendos por cosas así. A los pocos días vi a Jane en el club, tumbada boca abajo junto a la piscina, y le dije hola. Sabía que vivía en la casa de al lado aunque nunca había hablado con ella. Pero cuando aquel día la saludé, ni me contestó siquiera. Me costó un trabajo terrible convencerla de que me importaba un rábano dónde hiciera su perro sus necesidades. Por mi parte podía hacerlas en medio del salón si le daba la gana. Bueno, pues después de aquella conversación, Jane y yo nos hicimos amigos. Aquella misma tarde jugamos al golf. Recuerdo que perdió ocho bolas. Ocho. Me costó un trabajo horroroso conseguir que no cerrara los ojos cuando le golpeaba a la pelota. Conmigo mejoró muchísimo, de verdad. No es porque yo lo diga, pero juego al golf estupendamente. Si les dijera los puntos que hago ni se lo creerían. Una vez iba a salir en un documental, pero en el último momento me arrepentí. Pensé que si odiaba el cine tanto como creía, era una hipocresía por mi parte dejarles que me sacaran en una película.

Era una chica rara, Jane. No puedo decir que fuera exactamente guapa, pero me volvía loco. Tenía una boca divertidísima, como con vida propia. Quiero decir que cuando estaba hablando y de repente se emocionaba, los labios se le disparaban como en cincuenta direcciones diferentes. Me encantaba. Y nunca la cerraba del todo. Siempre dejaba los labios un poco

entreabiertos, especialmente cuando se concentraba en el golf o cuando leía algo que le interesaba. Leía continuamente y siempre libros muy buenos. Le gustaba mucho la poesía. Es a la única persona, aparte de mi familia, a quien he enseñado el guante de Allie con los poemas escritos y todo. No había conocido a Allie porque era el primer verano que pasaban en Maine —antes habían ido a Cape Cod—, pero yo le hablé mucho de él. Le encantaban ese tipo de cosas.

A mi madre no le caía muy bien. No tragaba ni a Jane ni a su madre porque nunca la saludaban. Las veía bastante en el pueblo cuando iban al mercado en un Lasalle descapotable que tenían. No la encontraba guapa siquiera. Yo sí. Vamos, que me gustaba muchísimo, eso es todo.

Recuerdo una tarde perfectamente. Fue la única vez que estuvo a punto de pasar algo más serio. Era sábado y llovía a mares. Yo había ido a verla y estábamos en un porche cubierto que tenían a la entrada. Jugábamos a las damas. Yo la tomaba el pelo porque nunca las movía de la fila de atrás. Pero no me metía mucho con ella porque a Jane no podía tomarle el pelo. Me encanta hacerlo con las chicas, pero es curioso que con las que me gustan de verdad, no puedo. A veces me parece que a ellas les gustaría que les tomara el pelo, de hecho lo sé con seguridad, pero es difícil empezar una vez que se las conoce hace tiempo y hasta entonces no se ha hecho. Pero, como iba diciendo, aquella tarde Jane y yo estuvimos a punto de pasar a algo más serio. Estábamos en el porche porque llovía a cántaros, y, de pronto, esa cuba que tenía por padrastro salió a preguntar a Jane si había algún cigarrillo en la casa. No le conocía mucho, pero siempre me había parecido uno de esos tíos que no te dirigen la palabra a menos que te necesiten para algo. Tenía un carácter horroroso. Pero, como iba diciendo, cuando él preguntó si había cigarrillos en la casa, Jane no le contestó siquiera. El tío repitió la pregunta y ella siguió sin contestarle. Ni siquiera levantó la vista del tablero. Al final el padrastro volvió a meterse en la casa. Cuando desapareció le pregunté a Jane qué pasaba. No quiso contestarme tampoco. Hizo como si se estuviera concentrando en el juego y de pronto cayó sobre el tablero una lágrima. En una de las casillas rojas. ¡Jo! ¡Aún me parece que la estoy viendo! Ella la secó con el dedo. No sé por qué, pero me dio una pena terrible. Me senté en el columpio con ella y la obligué a ponerse a mi lado. Prácticamente me senté en sus rodillas. Entonces fue cuando se echó a llorar de verdad, y cuando quise darme cuenta la estaba besando toda la cara, donde fuera, en los ojos, en la nariz, en la frente, en las cejas, en las orejas... en todas partes menos en la boca. No me dejó. Pero aun así aquella fue la vez que estuvimos más cerca de hacer el amor. Al cabo del rato se levantó, se puso un jersey blanco y rojo que me gustaba muchísimo, y nos fuimos a ver una porquería de película. En el camino le pregunté si el señor Cudahy (así era como se llamaba la esponja) había tratado de aprovecharse de ella. Jane era muy joven, pero tenía un tipo estupendo y yo no hubiera puesto la mano en el fuego por aquel hombre. Pero ella me dijo que no. Nunca llegué a saber a ciencia cierta qué puñetas pasaba en aquella casa. Con algunas chicas no hay modo de enterarse de nada.

Pero no quiero que se hagan ustedes la idea de que Jane era una especie de témpano o algo así sólo porque nunca nos besábamos ni nada. Por ejemplo hacíamos manitas todo el tiempo. Comprendo que no parece gran cosa, pero para eso de hacer manitas era estupenda. La mayoría de las

chicas, o dejan la mano completamente muerta, o se creen que tienen que moverla todo el rato porque si no vas a aburrirte como una ostra. Con Jane era distinto. En cuanto entrábamos en el cine, empezábamos a hacer manitas y no parábamos hasta que se terminaba la película. Y todo el rato sin cambiar de posición ni darle una importancia tremenda. Con Jane no tenías que preocuparte de si te sudaba la mano o no. Sólo te dabas cuenta de que estabas muy a gusto. De verdad.

De pronto recordé una cosa. Un día, en el cine, Jane hizo algo que me encantó. Estaban poniendo un noticiario o algo así. Sentí una mano en la nuca y era ella. Me hizo muchísima gracia porque era muy joven. La mayoría de las mujeres que hacen eso tienen como veinticinco o treinta años, y generalmente se lo hacen a su marido o a sus hijos. Por ejemplo, yo le acaricio la nuca a mi hermana Phoebe de vez en cuando. Pero cuando lo hace una chica de la edad de Jane, resulta tan gracioso que le deja a uno sin respiración.

En todo eso pensaba mientras seguía sentado en aquel sillón vomitivo del vestíbulo. ¡Jane! Cada vez que me la imaginaba con Stradlater en el coche de Ed Banky me ponía negro. Sabría que no le habría dejado que la tocara, pero, aun así, sólo de pensarlo me volvía loco. No quiero ni hablar del asunto.

El vestíbulo estaba ya casi vacío. Hasta las rubias con pinta de putas habían desaparecido y, de pronto, me entraron unas ganas terribles de largarme de allí a toda prisa. Aquello estaba de lo más deprimente. Como, por otra parte, no estaba cansado, subí a la habitación y me puse el abrigo. Me asomé a la ventana para ver si seguían en acción los pervertidos de antes, pero estaban todas las luces apagadas. Así que volví a bajar en el ascensor, cogí un taxi, y le dije al taxista que me llevara a Ernie. Es una sala de fiestas adonde solía ir mi hermano D.B. antes de ir a Hollywood a prostituirse. A veces me llevaba con él. Ernie es un negro enorme que toca el piano. Es un snob horroroso y no te dirige la palabra a menos que seas un tipo famoso, o muy importante, o algo así, pero la verdad es que toca el piano como quiere. Es tan bueno que casi no hay quien le aguante. No sé si me entienden lo que quiero decir, pero es la verdad. Me gusta muchísimo oírle, pero a veces le entran a uno ganas de romperle el piano en la cabeza. Debe ser porque sólo por la forma de tocar se le nota que es de esos tíos que no te dirige la palabra a menos que seas un pez gordo.

El guardián entre el centeno - J.D. SalingerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora