Capítulo 21

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Hacía años que no tenía tanta suerte. Cuando llegué a casa, Pete, el ascensorista, no estaba. Le sustituía un tipo nuevo que no me conocía de nada, así que, si no me tropezaba con mis padres, podría ver a Phoebe sin que nadie se enterara siquiera de mi visita. La verdad es que fue una suerte tremenda. Y para que todo me saliera redondo, el ascensorista era más bien estúpido. Le dije con una voz de lo más natural que me subiera al piso de los Dickstein, que son los vecinos de enfrente de mis padres. Luego me quité la gorra de caza para no parecer sospechoso y me metí corriendo en el ascensor como si tuviera una prisa horrorosa. El ascensorista había cerrado ya las puertas, cuando de pronto se volvió y me dijo:

—No están. Han subido a una fiesta en el piso catorce.

—No importa —le contesté. Me han dicho que les espere. Soy su sobrino.

Me lanzó una mirada de duda.

—Mejor será que espere en el vestíbulo, amigo.

—No me importaría —le dije—. Pero estoy mal de una pierna y tengo que tenerla siempre en cierta posición. Me sentaré en la silla que tienen al lado de la puerta.

No entendió una sola palabra de lo que le dije, así que se limitó a contestar: «¡Ah!», y me subió. ¡Vaya tío listo que soy! La verdad es que no hay nada como decir algo que nadie entienda para que todos hagan lo que te dé la gana.

Salí del ascensor cojeando como un condenado y eché a andar hacia el piso de los Dickstein. Luego, cuando oí que se cerraba el ascensor, me volví hacia nuestra puerta. Por ahora todo iba bien. Hasta se me había pasado la borrachera. Saqué la llave y abrí con muchísimo cuidado de no hacer ruido. Entré muy despacito y volví a cerrar. Debería dedicarme a ladrón.

El recibidor estaba en tinieblas y, naturalmente, no podía dar la luz. Tuve que andar con mucho cuidado para no tropezar con nada y armar un escándalo. Inmediatamente supe que estaba en casa. Nuestro recibidor huele como ninguna otra parte del mundo. No sé a qué. No es ni a coliflor ni a perfume, pero se nota en seguida que uno está en casa. Empecé a quitarme el abrigo para colgarlo en el armario, pero luego me acordé de que las perchas hacían un ruido terrible y me lo dejé puesto. Eché a andar muy despacito hacia el cuarto de Phoebe. Sabía que la criada no me sentiría

porque no oye muy bien. Una vez me contó que de pequeña un hermano suyo le había metido una paja por un oído. La verdad es que estaba bastante sorda. Pero lo que es mis padres, especialmente mi madre, tienen un oído de tísico, así que tuve mucho cuidado al pasar por delante de la puerta de su cuarto. Hasta contuve el aliento. A mi padre, cuando duerme, se le puede partir una silla en la cabeza y ni se entera, pero basta con que alguien tosa en Siberia para que mi madre se despierte. Es nerviosísima. Se pasa la mitad de la noche levantada fumando un cigarrillo tras otro.

Tardé como una hora en llegar hasta el cuarto de Phoebe, pero cuando abrí la puerta no la vi. Se me había olvidado que cuando D.B. está en Hollywood, ella se va a dormir a su habitación. Le gusta porque es la más grande de toda la casa y porque tiene un escritorio inmenso que le compró mi hermano a una alcohólica de Filadelfia, y una cama que no sé de dónde habrá sacado pero que mide como diez millas de larga por otras diez de ancha. Pero, como les iba diciendo, a Phoebe le encanta dormir en el cuarto de D.B. cuando está fuera y él la deja. No se la imaginan haciendo sus tareas en ese escritorio que es como una plaza de toros. Ni se la ve. Pero ése es el tipo de cosas que a ella le vuelven loca. Dice que su cuarto no le gusta porque es muy pequeño, que necesita expandirse. Me hace una gracia horrorosa. ¿Qué tendría que expandir Phoebe? Nada.

Pero, como les decía, entré en el cuarto de D.B. y encendí la luz sin despertar a Phoebe. La miré un buen rato. Estaba dormida con la cabeza apoyada en la almohada y tenía la boca abierta. Tiene gracia. Los mayores resultan horribles cuando duermen así, pero los niños no. A los niños da gusto verlos dormidos. Aunque tengan la almohada llena de saliva no importa nada.

El guardián entre el centeno - J.D. SalingerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora