Capítulo 22

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Cuando volví, Phoebe se había quitado la almohada de la cabeza —sabía que al final lo haría—, pero, aunque ahora estaba echada boca arriba, todavía se negaba a mirarme. Cuando me acerqué y me senté en su cama volvió la cara hacia el otro lado. Me hacía el vacío total. Como el equipo de esgrima de Pencey cuando se me olvidaron los floretes en el metro.

—¿Cómo está Hazel Weatherfield? —le pregunté—. ¿Has escrito algún cuento más sobre ella? Tengo en la maleta el que me mandaste. Está en la estación. Es muy bueno.

—Papá te matará.

¡Jo! ¡Qué terca es la tía!

—No, no me matará. A lo más me echará una buena regañina y me mandará a una de esas escuelas militares que no hay quien aguante. Ya lo verás. Además, para empezar no voy a estar en casa. Me iré a Colorado, al rancho que te he dicho.

—¡No me hagas reír! Pero si ni siquiera sabes montar a caballo.

—¿Cómo que no? Claro que sí. Además eso se aprende en dos minutos. Es facilísimo —le dije—. Déjate eso.

Se estaba hurgando la tira de esparadrapo.

—¿Quién te ha cortado el pelo? —acababa de darme cuenta de que le habían hecho un corte de pelo horrible. Se lo habían dejado demasiado corto.

—¡A ti que te importa!

A veces se pone la mar de grosera.

—Supongo que te habrán suspendido otra vez en todas las asignaturas —continuó de lo más descarada. A veces tiene gracia. Más que una niña parece una maestra de escuela.

—No es verdad —le dije—. Me han aprobado en Lengua y Literatura.

Luego, por jugar un poco, le di un pellizco en el trasero que se le había quedado al aire. Apenas tenía nada. Quiso pegarme en la mano, pero no acertó.

De pronto, me dijo:

—¿Por qué lo has hecho? —se refería a que me hubieran expulsado. Pero me lo preguntó de un modo que me dio pena.

—¡Por Dios, Phoebe! No me digas eso. Estoy harto de que me lo pregunte

todo el mundo —le dije—. Por miles de razones. Es uno de los colegios peores que he conocido. Estaba lleno de unos tíos falsísimos. En mi vida he visto peor gente. Por ejemplo, si había un grupo reunido en una habitación y quería entrar uno, a lo mejor no le dejaban sólo porque era un rollazo o porque tenía granos. En cuanto querías entrar a algún cuarto te cerraban la puerta en las narices. Tenían una sociedad secreta en la que ingresé sólo por miedo, pero había un chico que se llamaba Robert Ackley y que quería pertenecer a ella. Pues no le dejaron porque era pesadísimo y tenía acné. No quiero ni acordarme de todo eso. Era un colegio asqueroso. Créeme.

Phoebe no dijo nada, pero me escuchaba muy atenta. Se le notaba en la nuca. Da gusto porque siempre presta atención cuando uno le habla. Y lo más gracioso es que casi siempre entiende perfectamente lo que uno quiere decir. De verdad.

Seguí hablándole de Pencey. De pronto me apetecía.

—Hasta los profesores más pasables del colegio eran también falsísimos. Había uno, un vejete que se llamaba Spencer. Su mujer nos daba siempre chocolate y de verdad que eran muy buena gente. Pues no te imaginas un día que Thurmer, el director, entró en la clase de historia y se sentó en la fila de atrás. Siempre iba a todas las clases y se sentaba detrás de todo, como si fuera de incógnito o algo así. Pues aquel día vino y al rato empezó a interrumpir al profesor con unos chistes malísimos. Spencer hacía como si se partiera de risa y luego no hacía más que sonreírle como si Thurmer fuera una especie de dios del Olimpo o algo así.

El guardián entre el centeno - J.D. SalingerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora