Capítulo 2

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Dormían en habitaciones separadas y todo. Debían tener como setenta años cada uno y hasta puede que más, y, sin embargo, aún seguían disfrutando con sus cosas. Un poco a lo tonto, claro. Pensarán que tengo mala idea, pero de verdad no lo digo con esa intención. Lo que quiero decir es que solía pensar en Spencer a menudo, y que cuando uno pensaba mucho en él, empezaba a preguntarse para qué demonios querría seguir viviendo. Estaba todo encorvado en una postura terrible, y en clase, cuando se le caía una tiza al suelo, siempre tenía que levantarse un tío de la primera fila a recogérsela. A mí eso me parece horrible. Pero si se pensaba en él sólo un poco, no mucho, resultaba que dentro de todo no lo pasaba tan mal. Por ejemplo, un domingo que nos había invitado a mí y a otros cuantos chicos a tomar chocolate, nos enseñó una manta toda raída que él y su mujer le habían comprado a un navajo en el parque de Yellowstone. Se notaba que Spencer lo había pasado de miedo comprándola. A eso me refería. Ahí tienen a un tío como Spencer, más viejo que Matusalén, y resulta que se lo pasa bárbaro comprándose una manta.

Tenía la puerta abierta, pero aun así llamé un poco con los nudillos para no parecer mal educado. Se le veía desde fuera. Estaba sentado en un gran sillón de cuero envuelto en la manta de que acabo de hablarles. Cuando llamé, me miró.

—¿Quién es? —gritó—. ¡Caulfield! ¡Entra, muchacho!

Fuera de clase estaba siempre gritando. A veces le ponía a uno nervioso.

En cuanto entré, me arrepentí de haber ido. Estaba leyendo el Atlantic Monthly, tenía la habitación llena de pastillas y medicinas, y olía a Vicks Vaporub. Todo bastante deprimente. Confieso que no me vuelven loco los enfermos, pero lo que hacía la cosa aún peor era que llevaba puesto un batín tristísimo todo zarrapastroso, que debía tener desde que nació. Nunca me ha gustado ver a viejos ni en pijama, ni en batín ni en nada de eso. Van enseñando el pecho todo lleno de bultos, y las piernas, esas piernas de viejo que se ven en las playas, muy blancas y sin nada de pelo.

—Buenas tardes, señor —le dije—. Me han dado su recado. Muchas gracias.

Me había escrito una nota para decirme que fuera a despedirme de él antes del comienzo de las vacaciones.

—No tenía que haberse molestado. Habría venido a verle de todos modos.

—Siéntate ahí, muchacho dijo Spencer.

Se refería a la cama. Me senté.

-—¿Cómo está de la gripe?

—Si me sintiera un poco mejor, tendría que llamar al médico —dijo Spencer.

Se hizo una gracia horrorosa y empezó a reírse como un loco, medio ahogándose. Al final se enderezó en el asiento y me dijo:

—¿Cómo no estás en el campo de fútbol? Creí que hoy era el día del partido.

—Lo es. Y pensaba ir. Pero es que acabo de volver de Nueva York con el equipo de esgrima —le dije.

¡Vaya cama que tenía el tío! Dura como una piedra. De pronto le dio por ponerse serio. Me lo estaba temiendo.

—Así que nos dejas, ¿eh?

—Sí, señor, eso parece.

Empezó a mover la cabeza como tenía por costumbre. Nunca he visto a nadie mover tanto la cabeza como a Spencer. Y nunca llegué a saber si lo hacía porque estaba pensando mucho, o porque no era más que un vejete que ya no distinguía el culo de las témporas.

—¿Qué te dijo el señor Thurmer, muchacho? He sabido que tuvisteis una conversación.

—Sí. Es verdad. Me pasé en su oficina como dos horas, creo.

El guardián entre el centeno - J.D. SalingerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora