II El herido

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Tras el trance, el cautiverio se hace menos duro. Los hombres me temen. Vigilada por dos soldados a caballo pero con las manos libres monto sobre un mulo de carga. Comienzo a comprender alguna de sus palabras. Durante el trance, mi madre la luna se hizo presente, y ellos empezaron a llamarme «hija de luna». Me llaman Jana, como Aster lo hizo meses atrás. Creen que soy una ninfa del bosque encontrada junto al arroyo.

Nos alejamos de la aldea de mi infancia y caminamos hacia el occidente bordeando el mar. Atravesamos senderos entre bosques inmensos. A veces veo acebos, el árbol de Enol, otras veces castaños y robles, adivino el muérdago colgando sobre sus ramas. Entre las voces de los guerreros escucho el nombre de Albión una y otra vez. Mis recuerdos me llevan atrás, al día en que encontramos al guerrero huido

.Han transcurrido ya muchas lunas y en aquella época yo había cumplido los quince años. Una mañana, Enol y yo,mientras recogíamos plantas en el bosque, encontramos un guerrero en la espesura. Un hombre herido y solo, oculto entre los árboles.

Recuerdo aquel día como si fuese hoy: habíamos salido dela casa de piedra muy de mañana en la hora en la que todavía el aire es fresco. Dejando la casa atrás, giramos a la izquierda,

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hacia el arroyo que circulaba con escaso caudal entre las piedras.El sol, no muy alto en el horizonte, introducía sus brazosde luz entre las ramas del roble, el castaño y el pino albar.Aquel camino de piedras y polvo aún serpentea hoy entre losbosques. Seguimos fatigosamente la ancha senda y despuéstomamos un camino lateral poco transitado y amurallado porrocas.

El sendero se introducía en el bosque, a lo lejos se mostrabadesierto; sólo en algunas épocas del año, en otoño y primavera,los leñadores del poblado recorrían aquella senda.Dejamos el camino, que ancho y hendido por las ruedasde los carros, tras más de dos horas de marcha, conduce alcastro vecino. Aquel día, Enol, nunca supe bien por qué,tomó un camino lateral, casi cubierto por la vegetación y sealejó de todo lugar habitado.Enol cortaba el ramaje con una hoz grande y se abríapaso, yo correteaba tras él.

A hurtadillas le observé en silencio.Por allí, el bosque se volvía más sombrío y en sus sombrascrecían hongos y setas. A veces al recoger las plantas,Enol musitaba unas palabras que parecían una oración. Elsonido armónico de su voz se tornaba a menudo ininteligible,y parecía expresar adoración a Algo o a Alguien.Le pregunté:

-¿A qué Dios rezas, Enol?En el poblado, algunos adoraban a Lug, y las mujeres invocabana Navea en sus partos; en plenilunio se daba culto ala diosa luna, y aun había alguno que rezaba a las viejas divinidadesde los romanos. Yo conocía a quien adoraba a un soloDios. Se les llamaba cristianos y no había muchos en nuestraaldea, pero en el poblado más allá de la colina -años atrás-se refugiaron algunos que huían del occidente. A Enol no legustaban, los consideraba pobres, atrasados e incultos. Sinembargo, yo sabía que Enol no adoraba a los antiguos dioses.Cuando me respondió, sin levantar los ojos de las plantas quearrancaba, dijo:

-Al Único Posible...No me causó sorpresa su respuesta, tantas veces le habíavisto rezando en el bosque o en la cámara alta de la casa jun-

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to a las pajas. La faz de Enol orante se metamorfoseaba enun rostro más joven, intemporal y eterno; pero yo sabía queen su oración él no encontraba sosiego. Era una oración tensay triste, llena de pesar, sin paz alguna.Por eso, el día en que encontramos al hombre en el bosque,después de hablar de su Dios prosiguió, sin apenas mirarme,y musitó para sí:

LA REINA SIN NOMBREDonde viven las historias. Descúbrelo ahora