Mi familia nunca tuvo tiempo que dedicar a un hijo que jamás mostró un mínimo talento en nada. Mi padre se habría ido a trabajar para cuando yo me hubiese levantado para preparar el desayuno y dirigirme al colegio, cada mañana, a las ocho en punto, desde los seis años. Volvería cada noche al rededor de las diez, preguntando por su cena, cansado, sin ganas de hablar con mi hermana y conmigo, y deseando echarse a dormir. Esto ha sido así durante años, y he de decir que a día de hoy sigue siendo exactamente igual. Debe ser triste llegar a los cincuenta años y darse cuenta de que te has perdido completamente la infancia y adolescencia de tu hijo, sin mediar palabras, ya ni siquiera de afecto, sumido en un egocentrismo que acabará produciéndote asfixia. Nunca me cayó bien mi padre, y menos a partir de los catorce años.
Mi madre siempre me pareció el soporte de esta familia, quien se encargaba de que todo funcionase y se mantuviese en orden. La realidad es que jamás le interesó su hijo más allá de un papel con notas a final de curso. Se levantaría cada mañana sólo para recordarme que si no atendía en clase, lo que me esperaba en casa no eran más que golpes. Rara vez me acompañó al colegio, y si lo hizo, fue para presumir de mi hermana ante las demás madres que sí acompañaban a sus hijos. Por las tardes, yo estaría obligado a permanecer en mi habitación todo el día, a excepción de un pequeño descanso para merendar y cenar. Tras esto, debía volver a mi habitación inmediatamente, donde no le interrumpiese su molesto hijo, con una cabeza llena de ideas y dudas por resolver. Mi madre no trabajaba, por lo que nunca tuve muy claro a qué dedicó su tiempo mientras yo estaba encerrado.
Mi habitación se convirtió en una especie de cárcel donde yo consumiría todo mi tiempo a base de escribir, dibujar, leer e imaginar. Para cuando llegaron mis primeras lecciones de lectura en el colegio, ya sabía interpretar textos con una fluidez razonable, y no es de sorprender que poco después fuese el alumno que mejor leía en toda la clase.
Mis padres nunca me enseñaron a leer, aprendí completamente solo ya que ellos jamás se dignaron a leer ni uno de los cuentos que ocupaban mis estanterías. La curiosidad y la necesidad de una vida con magia me empujó a leer todo libro que se pusiese en mi camino, lo cual parecía no agradar a mis padres, por lo que ahora, pensándolo fríamente, no me supone ninguna sorpresa que a los siete años mis padres tomasen la medida de castigarme sin leer, pintar o escribir.
Mi hermana, varios años mayor que yo, siempre pareció ser el centro de atención. Una chica con las notas perfectas, gimnasta, ordenada, educada y obediente. Puedo imaginar por qué mis padres siempre han sentido predilección por ella. A pesar de todo, nunca hubo en mí el más mínimo atisbo de envidia.
No fue hasta el instituto cuando cambió completamente mi forma de ver todo y me di cuenta de que, ni mi padre había sido siempre el héroe de la casa, ni mi madre el soporte de la familia, ni mi hermana el ejemplo a seguir.

Un corazón que bombea napalm.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora