Recuerdo mi primer día en el instituto. Llegué tarde, y por lo visto esto se convirtió en una costumbre desde entonces. No quiero decir que soy una persona completamente descuidada, pero nunca esperes que llegue a la hora y que mantenga todo en orden. Ni siquiera mis ideas y palabras tienen un mínimo control, cómo voy a tener un aspecto presentable.
Al entrar en la clase que en la que se suponía que debía estar, de repente las miradas de al menos treinta personas se posaron sobre mí. Aquellas miradas me dolían como agujas clavadas en los dedos, atravesando todo mi cuerpo. Quise desaparecer. Era tan incómodo ser el centro de atención que habría preferido estar muerto antes que entrar allí. Todas aquellas personas desconocidas haciéndome sentir indefenso, minúsculo y suicida inconscientemente, postrando su atención sobre mí. Con un hilo de voz tan tenue que dudo que nadie más que la profesora que estaba a medio metro de mí pudiese escucharlo, dije que creía estar en mi clase. Las risas de fondo incrementaron las ganas de desaparecer que recorrían todo mi impotente cuerpo. Pude imaginarme los comentarios. "Eh, mira ese tío, qué raro", " Llega tarde el primer día, patético", "Mira su ropa, qué chaval". Aquello me marcó. Y lo digo de verdad, aquello me marcó, durante años cada mañana al llegar tarde a clase, me escondía sórdidamente en el baño a escribir y llorar. Años después leo todo aquello que escribí en mis cuadernos y me sorprende que con doce años ya sintiera semejante atracción por las sensaciones, la muerte y las mentes.
Busqué con la mirada un sitio libre, que encontré al final de la clase, y me dirigí hacia él. Con las piernas temblando y más risas de fondo llegué a mi mesa, sin ser consciente de que acababa de llegar a mi prisión. Aquél lugar al fondo de la clase me vio llorar durante todo el año, quedarme cada recreo sentado en la silla con la cabeza apoyada contra la mesa y las manos secando unas absurdas lágrimas que llevaban escritas la ansiedad y la soledad. Tenía miedo de escribir en mis cuadernos durante las clases por si alguien me veía, me quitaba uno de ellos y leía algo de lo que pasaba por mi cabeza. Me aterrorizaba que se lo pasasen entre ellos, que lo leyesen, se burlasen y me ridiculizasen sin ninguna piedad. Es muy triste vivir siempre alerta, esperando el momento en que nos ataquen, sabiendo que estamos rodeados de personas capaces de humillarnos en cualquier momento, consciente de que son capaces de obtener algún tipo de placer hundiendo a los demás en su propia miseria, mofándose y riéndose sin motivo. Cuando los conserjes me obligaban a bajar al patio, me escondía en los baños cuidando que nadie me notase. No quería que me viesen llorar, no quería darles esa satisfacción.
Nada había mejorado, años después, al llegar a casa. Mi madre seguía siendo mi carcelera y mi hermana seguía siendo el orgullo de mis padres, pero, sin embargo, sí comencé a ver más a mi padre. He de decir que por desgracia. El jefe de estudios también comenzó a verle bastante. Ver a mi padre hablando con él se hizo habitual, puesto que yo, con asiduidad, no dejé de meterme en problemas, sacar malas notas y desobedecer, lo que me hizo crecer con un padre que me llamó inútil a diario durante años.

Un corazón que bombea napalm.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora