A la hora de la cena mi padre creyó oportuno empezar con lo de siempre. "¿Por qué no cambias un poco tu aspecto? Das verdadero asco", "¿Por qué no habré tenido un hijo normal? Vamos a tener que llevarte al psicólogo de nuevo, tienes una mente enferma. Y a saber cuál será tu enfermedad, porque tú de la cabeza no estás bien", " ¿Acaso no te das cuenta del ridículo que haces? Todos se ríen de ti, me da vergüenza reconocer que eres mi hijo", "A lo mejor te crees que eres muy especial con esa ropa, o haciendo lo que sea que haces delante de tus amigos, pero a tus espaldas todos se ríen de ti. Más valía que fueses normal, como todos los demás, a ver si te curas de la enfermedad esa que tienes, inútil". Algo tan ridículo como mi aspecto o cualquier característica de mi físico le parecía suficiente para increparme, y aquello me resultaba repugnante. ¿Quién es tan miserable como para no haber ayudado jamás a su hijo y además llamarle inútil? Veo la figura paterna como una construcción social, la figura de alguien a quien seguir, obedecer y tomar como ejemplo. Ideas que se han impuesto, que implican respetar a tu padre sólo por el hecho de serlo. ¿Qué nos ata a las personas que nos maltratan? ¿Por qué tenemos que seguir aguantando lo que nos hace daño si nada ni nadie debería obligarnos a continuar sufriendo? Pactos morales, promesas, sentimiento de culpabilidad, miedo y desolación mueven gran parte de las convenciones sociales que realmente nos hacen sufrir por otras personas. Pero no valen nada. Y nadie parece verlo, parecemos aceptar que simplemente es así y debemos estar con aquellos que nos recuerdan que "quien bien te quiere, te hará llorar". No es así. El amor no tiene sufrimiento entre aquellos que realmente están enamorados. Sufrimos no poder sacar nuestro amor, la distancia, la necesidad, pero nunca aquellos que nos aman tratarán de hacernos sufrir, y si dicen amarnos, mienten. Mienten en todo su egoísmo e irracionalidad de posesión, de sentirse con el poder de controlar.
Estas, entre otras, eran las cosas que mi padre me dijo durante meses y yo tuve que aguantar en silencio, ya que si no lo hacía y contestaba que, por lo menos, me respetase, mi madre comenzaría no inusitadamente a darme golpes por debajo de la mesa y pisarme los pies, queriendo decir que me callase. Pero aquella noche fue distinto. Lo hizo por verdadero placer, por sentir que me humillaba delante de mi madre y mi hermana, y aquello fue demasiado. Decidí que se había acabado, que el sufrimiento cada vez que decía tener un hijo con una mente enferma era más que suficiente. Mi padre sabía el dolor que aquello me producía y por lo tanto comenzó a decírmelo con asiduidad, hasta hacerme creer que era yo el enfermo. Cada vez que me preguntaba si se podía ser más rastrero y creía encontrar la respuesta en un no, me sorprendía, siempre me dejaba perplejo su capacidad para serlo aun más.
No me fui aquella noche de casa por miedo a otra paliza sin poder defenderme, a tener que estar callado, a no poder gritar todo lo que necesitaba. Claro que podía haberlo hecho. Pero ya no tenía miedo. Tampoco me fui para querer asustarles, me resultaba indiferente lo que pensasen sobre mí, si me echaban de menos, si les daba asco mi aspecto o si yo era un completo inútil. Sólo quería estar tranquilo, y tengo que decir que no me importaría haber muerto aquella misma noche.
Me levanté de la mesa, ignorando los gritos de aquél energúmeno que se sentaba frente a mí, guardé mis cuadernos en la mochila, descolgué el abrigo negro que estaba tras la puerta de mi habitación y salí a la calle aquella noche de finales de enero.

Un corazón que bombea napalm.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora