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El 30 de mayo de 1968 fue el último día en que Ricardo Agustín Morales desayunó con Liliana Colotto, y durante el resto de su vida recordó no solo de qué charlaron, sino también qué tomaron, qué comieron, cuál era el color del camisón de ella y el efecto hermoso que producía un rayo de sol que le daba de costado, en la mejilla izquierda, ahí sentada en la cocina. La primera vez que Morales me lo contó pensé que estaba exagerando. Que no podía acordarse de semejante cantidad de detalles. Pero mi error de apreciación se debió a que todavía no lo conocía bastante e ignoraba que Morales, con esa cara de idiota redomado que tenía, era un tipo de una inteligencia, una memoria y una capacidad de observación como yo jamás en la vida había visto, ni volvería a ver. Había un motivo para que Morales tuviera semejante fidelidad en el recuerdo. Ese hombre recordaba así cada cosa que había tenido que ver con su esposa.

Más adelante, cuando Morales se permitiera hablarme de sí mismo, me tocaría escucharlo describirse como un tipo anodino, grisáceo, con un destino propio de esa criatura. Moralesse catalogaba sin compasión como ese hombre que transita la familia, las escuelas y los empleos sin dejar huella alguna en los otros. Nunca había tenido nada bueno, ni nada especial, y siempre le había parecido justo. Así hasta Liliana. Porque ella había sido las dos cosas. Enormemente, lo había sido. Por eso atesoró esa mañana en su recuerdo, y no porque fuera la última. La guardó como había guardado todas las anteriores del año y pico que llevaban casados. Cuando después me contó con lujo de detalles todo lo que había pasado en ese desayuno, no hizo como el común de los mortales, que tratan de reconstruir desde vestigios casi ilusorios, o desde lo que recuerdan fragmentariamente de otras ocasiones similares, situaciones o sensaciones que han perdido para siempre. Morales no.

Porque sentía que tener a Liliana era una felicidad abusiva, que nada tenía que ver con lo que había sido el resto de su vida. Y que, como el cosmos tiende al equilibrio, él tendría tarde o temprano que perderla para que las cosas volviesen a su orden debido. Cada uno de sus recuerdos con ella estaba teñido de esa sensación de naufragio inminente, de catástrofe a la vuelta de la esquina.

Jamás se había destacado en nada. Ni en la escuela, ni en los deportes, ni siquiera en la familia había merecido más que algún ocasional elogio por cualidades en el fondo intrascendentes. Pero el 16 de noviembre de 1966 había conocido a Liliana, y con eso había bastado para cambiarle la vida. Con ella, por ella, gracias a ella, él había sido distinto. Desde que la vio atravesar la puerta giratoria del banco, y preguntar a un custodio cuál era la cola para depósitos, y acercarse a la ventanilla cuatro con pasos cortos y firmes, sintió que esa mujer iba a cambiarle la vida. Aferrado a la certidumbre desesperada de que en esa mujer se jugaba su destino, Morales había osado sobreponerse a su timidez, sacarle conversación mientras contaba el dinero, sonreírle con toda la cara, mirarla a los ojos y sostener en ella la mirada, desear en voz alta que volviese pronto, revisar el archivo para averiguar a qué empresa pertenecía la cuenta corriente en la que había depositado, inventar un pretexto para llamar allí y recabar algún dato de esa joven.

Tiempo después, cuando ya podían considerarse oficialmente novios, Liliana le había confesado que esa temeridad, ese metódico arrojo de perseguirla sin resignarse a negativas, le había agradado hasta el punto de decidirla a aceptar finalmente sus invitaciones. Y que al conocerlo mejor, y conocer su timidez, su cortedad, su eterna vergüenza, había entendido más profundamente esa valentía inusual como la mejor prueba de un amor verdadero. Liliana decía que un hombre que es capaz, por el amor de una mujer, de Eduardo A. Sacheri La Pregunta De Sus Ojos cambiar su forma de ser, es un hombre que merece ser correspondido. Ricardo Morales tampoco olvidó esa conversación, y decidió seguir siendo así para siempre y para ella.

Nunca se había sentido digno de nada, y mucho menos de semejante mujer. Pero supo que iba a aprovechar mientras pudiera. Hasta que el hechizo se rompiera y todo volviese a ser ratones y calabazas.

Por todo eso Morales recordaría para siempre que el 30 de mayo de 1968 Liliana tenía puesto el camisón verde agua, y se había recogido el pelo en un rodete sencillo del que escapaban algunas hebras de pelo castaño, y el sol que entraba oblicuo por la ventana de la cocina le daba en la mejilla izquierda y se la encendía y la volvía aún más hermosa, y que habían tomado té con leche y comido tostadas con manteca, y que habían hablado de qué muebles quedarían mejor en la sala, y que él se había levantado de la mesa para traer desde el comedor unos planitos que había estado haciendo para distribuir los muebles de la manera más armoniosa posible, y que ella se había reído de su manía de planificar todo, y lo había mirado profundamente y le había sonreído y le había dicho que no se tomara tanto trabajo con esos muebles viejos, pobrecito, porque más temprano que tarde tendrían que transformar la sala en dormitorio, y él, lento y distraído o mejor, obnubilado en la adoración de esa mujer de otra galaxia, no habría de reparar en la indirecta, aunque sí atinaría a tomarla de la cintura para caminar juntos hasta la puerta de calle, para besarla lentamente en el umbral, para decirle adiós con la mano al salir, sin saber que era para siempre.

La pregunta de sus ojos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora