9

247 2 0
                                    

Entré en la comisaría con el aire de perdonavidas que solía adoptar frente a los
uniformados y que usualmente me daba buenos resultados. Esperé dos minutos, después de
anunciarme, hasta que Sicora me salió al encuentro luciendo una sonrisa satisfecha.
Evidentemente su amigo Romano no había considerado necesario ponerlo en autos de mi cólera.
- Los tengo listos para declarar -blandió dos carpetas de cartulina de las que asomaban unas cuantas actuaciones-.
Sebastián Zamora. Paraguayo, 38 años. Albañil. Vive en Los
Polvorines.
El otro es José Carlos Almandós, 26 años. También albañil. Este por lo menos es argentino, pero vive en Ciudad Oculta.
Traté de sonar natural al preguntar:
- ¿Hizo rueda de personas?
Sicora me miró con la boca entreabierta.
- ¿Cruzó esta pista con los testigos? Hablo de los que recopiló Báez.
Sicora dominó un tartamudeo incipiente y respondió:
- Todavía no. Llamé al Juzgado y me dijo el oficial primero Romano que le diera para
adelante, que él se ocupaba de avisarle al marido y que…
- No digo con el marido -no lo dejé terminar-, sino con la vecina del departamento del
fondo, que vio salir al homicida y llamó a la policía. O con los dueños de los otros departamentos, incluido el tres, donde trabajaban estos tipos.
Cuando vi la expresión de desconcierto en la cara de Sicora comprendí que la idiotez de ese fulano era tan abismal que yo nunca sería capaz de considerarla en toda su magnitud.
Seguí:
- ¿No me dirá que no cotejó este asunto con lo que traía laburado Báez, cierto? -nuevo
silencio-. Traiga los papeles de Báez y lléveme con los detenidos.
Sicora era demasiado estúpido como para protestar o quejarse de que un civil le diese órdenes. Fue a buscar las declaraciones, pero no me llevó con los presos. Mala señal.
Me acomodé como pude en un escritorio abarrotado de cajas desbordadas de papeles, casi
atravesado en el pasillo que llevaba a las celdas.
Apenas me puse a revisar las actuaciones, me detuve en la declaración de una tal Estela Bermúdez; la leí con atención, la saqué de la carpeta y la dejé a un costado. Levanté hacia Sicora una mirada que, calculo, echaba chispas.

- ¿Usted revisó esta declaración de Estela Bermúdez?
Sicora desvió la mirada un segundo, como si tratase de hacer memoria, o de hacer tiempo para decidir lo que le convenía contestar, y enseguida volvió a enfocarme, frunciendo el ceño.
- ¿Quién es esa Bermúdez?
Yo esperaba esa pregunta.
- La dueña del departamento tres, Sicora.
El policía se sabía completamente a la deriva.
- Cuando Báez le tomó declaración -traté de que mi voz sonara pacífica, porque me parecía el mejor modo de humillarlo-, la mujer informó que tenía a dos albañiles trabajando, pero que no habían ido ni el lunes ni el martes.
El lunes porque llovió todo el día. Y el martes
porque, como estaban trabajando en la terraza, necesitaban que secase bien para poder manipular el alquitrán, de manera que la llamaron por teléfono y quedaron directamente para el jueves.
Le tendí la hoja para que la leyese por sus medios, pero Sicora, echando mano a los
últimos vestigios de su dignidad, contraatacó preguntándome:

- ¿Y qué tiene que ver? ¿No pudieron decir precisamente eso para cubrirse, e ir igual,
matar a la chica y tomarse el buque?

- Y, dígame, Sicora, ¿no leyó, tanto en esta declaración como en la de los otros dueños, que
la puerta de entrada, la de la calle al pasillo, se cierra siempre con llave, y que tienen que
salir a abrir y cerrar a los visitantes? Está en todas las declaraciones. Oigo, por no ir
directamente a la declaración de la vecina que hizo la denuncia, y que en todo momento dice que el agresor fue uno solo.
Alcé el manojo que había formado con todos los testimonios y los adelanté sobre el escritorio, pero Sicora no atinó a tomarlos. Se me quedó mirando, cada vez más desencajado.
Sentí un escalofrío cuando comprendí el motivo. Le di una orden perentoria:

- Lléveme con los presos.
Sicora se incorporó como si hubiese estado sentado sobre un resorte.

- Este, eh… están en el horario de comida. Están sirviendo el rancho. Insistí.

- No puedo ni esperar ni venir más tarde. Quiero verlos. Y quiero que me contacte rápido
con Báez.

Sicora dudó todavía un momento más.
Después vociferó un apellido y un agente emergió desde el fondo del pasillo de las celdas.

- Acompañe al señor hasta el calabozo de los… de esos dos.
Caminé por un pasillo hacia el que daban las rejas de cuatro pares de celdas. Nos detuvimos frente a la última de la izquierda.

No había olor a comida. El agente maniobró con la puerta, que se abrió con un chirrido. La luz estaba encendida.
Dos hombres yacían acostados en los camastros que ocupaban las paredes laterales. Uno dormía y ni se movió
cuando entramos.
El otro, que permanecía acostado boca arriba y que se tapaba la cara con los brazos recogidos, giró el cuerpo para vernos.
Saludé y el otro farfulló una respuesta.
Nos miramos un instante.

- Llame a Sicora -ordené al agente que me acompañaba.
Dudó.

- No puedo dejarlo solo en la celda.
Me tenían harto. Alcé la voz cuando insistí.

- Llámelo o usted también se va a comer un sumario.
El policía salió. Decidí tratar de que la rabia y el espanto no se me colaran en la voz:

- ¿Cómo se siente?
El otro pareció sonreír, por debajo de la costra de sangre seca que le cubría el rostro bajo la nariz.
Le faltaban dos dientes delanteros, y estuve seguro de que la pérdida era reciente.
Como pudo, el hombre se las compuso para decirme que ahora le dolía un poco menos,
pero que a su compadre le habían pegado muchas patadas en las costillas, y que había
estado llorando hasta conseguir dormirse, rato atrás.
Volvió el agente. Dijo que Sicora había salido.

- Entonces traiga al comisario.
- Está almorzando.
- ¡Me importa tres carajos! -vociferé. Estaba indignado. De lo contrario no era frecuente
que transigiera a usar esos modales cuartelados.

Cuando tres horas después volví a Tribunales, en lugar de entrar a mi Secretaría fui derecho a la 18.
Atravesé los estrechos desfiladeros que separaban los escritorios y avancé entre las altas moles de los ficheros sin saludar a nadie. Cuando llegué hasta el escritorio de Romano, que leía el diario con aire ausente, fue mi turno de ponerle un papel frente a la cara.

- Escúchame bien. Vengo de la Cámara, y de hacerles a vos y a ese reverendo pelotudo de
tu amigo Sicora una denuncia por apremios.
A tus dos sospechosos los están revisando los médicos forenses, por orden mía.

Trataba de no descontrolarme. Romano había bajado el diario, e intentaba pensar.
Continué:

- Y me juego las bolas que la idea de cagarlos a trompadas fue tuya, y no del idiota de Sicora.
El los fajó para hacerse el héroe y quedar bien con el Juzgado. Pedazo de boludo.
Así que te recomiendo dos cosas. Si querés cagar a tortazos a alguien, hacelo vos mismo.

Y segundo: si vas a fajar a alguno, fíjate que tenga algo que ver con algo, porque te la
agarraste con dos pobres laburantes.
Me di vuelta. Dejé la copia de la denuncia en el escritorio más próximo. Los otros empleados, naturalmente, me miraban en el colmo de la sorpresa.

- Cuando termines de leerla, mandala a mi Secretaría.
Tal vez me hubiera convenido callarme, pero, así como me costaba engranar, también me
costaba enfriarme una vez que se me volaban los patos.

- Siempre pensé que eras medio pelotudo, Romano. Pero no. Bah, sí, pelotudo sos. Pero lo que seguro sos es un tipo muy, pero muy, pero muy hijo de puta.
Entonces desconocía todas las dificultades que había sembrado ese día en mi propio destino, y que tarde o temprano tendría que cosechar. Supongo que nadie es capaz de leer, en la borra del presente, las señales de sus futuras tragedias.

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: Jan 21, 2018 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

La pregunta de sus ojos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora