Mientras nos apretujábamos conBáez y el flamante viudo en la cocinitadel banco, pensé que la vida era unacosa rara. Me sentía triste, pero, ¿quéera, exactamente, lo que me ponía así detriste? Difícilmente fueran elaturdimiento, la palidez, los ojosabiertos y a la deriva de ese muchachoal que Báez acababa de decirle queveníamos a comunicarle que la esposahabía sido asesinada en su casa.Tampoco el dolor de ese chico. Uno nove el dolor. No puede verlo,sencillamente porque el dolor no se ve,en ninguna circunstancia. Pueden verse,cuanto mucho, algunos de sus mínimossignos exteriores. Pero esos signossiempre me han parecido máscaras antesque síntomas. ¿Cómo puede expresar elhombre la angustia atroz de su alma?¿Llorando a chorros y dando alaridos?¿Balbuceando unas palabras inconexas?¿Gimiendo? ¿Soltando unas pocaslágrimas? Yo sentía que todas esasmuestras posibles de dolor eran solocapaces de insultar a ese dolor, demenospreciarlo, de profanarlo, decolocarlo a la altura de muestras gratis.
Mientras contemplaba el rostroaterido del muchacho, y escuchaba loque le decía Báez acerca de unreconocimiento en la morgue, creíentender que lo que a veces nosconmueve del dolor ajeno es el temoratávico de que ese dolor nos transite anosotros. En 1968 yo llevaba tres añosde casado y creía o prefería creer, odeseaba fervientemente creer, ointentaba desesperadamente creer queestaba enamorado de mi esposa. Ymientras contemplaba ese cuerpoderrumbado en un banquito estropeado,esos ojos pequeños y fijos en la llamaazul de la hornilla, esa corbata de nudoestrecho que caía como una plomadaentre las piernas abiertas, esas manoscrispadas en las sienes, me ponía en ellugar de ese hombre mutilado que sehabía quedado sin vida y me horrorizabapor eso.
Morales había dejado los ojosabandonados en el fuego que él mismohabía encendido cinco minutos antes conla idea de hacerse unos mates, cuandoaún no habíamos irrumpidosalvajemente en su existencia. Y yocreía entender lo que pasaba por lamente de ese chico, mientras respondíacon monosílabos de autómata laspreguntas metódicas que le dirigía Báez.El muchacho no estaba atento a la horaen que abandonó su casa esa mañana, nia recordar con precisión cuántaspersonas pueden tener la llave de sucasa, ni a haber visto ningún rostrosospechoso en las inmediaciones de suvivienda. Me parecía más probable queen medio de semejante naufragio elmuchacho estuviera haciendo elinventario de todo lo que acababa deperder.
Su mujer ya no lo acompañaría ahacer las compras esa tarde ni ningunaotra, ni volvería a ofrecerle su cuerpode marfil, ni quedaría embarazada desus hijos, ni envejecería a su lado, nicaminaría con él por la playa de PuntaMogotes, ni se reiría soltando algunaslágrimas con algún capítuloespecialmente gracioso de «Los TresChiflados» por Canal 13. Yo no conocíaesos detalles (que recién con el tiempoMorales transigiría en contarme), perosí podía apreciar en el rostrodesquiciado del chico cómo el futuro leestallaba en escombros.
Cuando Báez le preguntó si teníaalgún enemigo declarado, no pudemenos que sentir, allá en el fondo, elimpulso de reírme con sarcasmo. Comono fuera alguien a quien el muchacho lehubiera entregado mal un vuelto uomitido el sello de «pagado» en laboleta de la luz... ¿quién podría teneralgo contra ese pibe que, luego de negarsin énfasis con la cabeza, volvía a dejarquieta la expresión impávida sobre lallama azul de la hornilla?
A medida que transcurrían losminutos, y el interrogatorio de Báez seinternaba en detalles que a Morales y amí nos tenían sin cuidado, vi cómo laexpresión del chico se iba vaciando, losrasgos se le distendían paulatinamenteen una expresión neutra, y las lágrimas yel sudor que en un primer momentohabían asomado a su piel se secabandefinitivamente. Como si una vez frío,una vez vacante de emociones ysentimientos, una vez asentada lahumareda del polvo de su vida hecharuinas, Morales pudiera avizorar, másallá, en qué consistiría su futuro, ycomprobara sin lugar para el equívocoque sí, que no había duda alguna, que sufuturo era nada.
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La pregunta de sus ojos.
RomansHace treinta años, Benjamín Chaparro era prosecretario en un juzgado de instrucción y llegó a su oficina la causa de un homicidio que no pudo olvidar. Ahora, jubilado, repasa su vida, las instancias de ese caso y sus insospechadas derivaciones, y la...