Baje las escalinatas de la calle Talcahuano puteando mi destino. En esa época todavía me cuestionaba -me reprochaba, más bien- no haber terminado mis estudios de Derecho. Y enocasiones como esa mis reproches sonaban bastante convincentes. Si hubiese terminadomis estudios -me decía-, ya podría ser, con veintiocho años de edad y diez de experienciaen el Riero, secretario de un Juzgado, y no seguiría estancado, empantanado, clavado conchinches en ese Juzgado de Instrucción maldito como prosecretario. Y más adelante fiscal,¿por qué no? O defensor oficial, qué tanto. ¿No estaba cansado de ver transitar por las filasjudiciales a un ejército de otarios que hacían carrera, que ascendían, que volaban, quepodían despegar de sitios como el mío? Lo estaba. Seguro que lo estaba.
"Complejo de oficial primero". Mi dolencia debería tener nombre científico. "Dícese delempleado judicial que, por no tener título de abogado, queda limitado en el escalafón a serel jefe administrativo de una Secretaría, y ejerce un importante poder sobre escribientes,pinches y meritorios, pero nunca, en la puta vida, superará esa posición jerárquica, y por lotanto se cargará meticulosamente de frustración viendo cómo otros, a veces más capaces yotras muchas infinitamente más boludos, lo sobrepasan como meteoros hacia el estrellatotribunalicio". Linda definición, para las publicaciones especializadas en materia forense.Tal vez me la rechazarían por lo de "puta vida" o lo de "más boludos". O, másprobablemente, porque quienes dirigen esas publicaciones sí son abogados.
Adalberto Rivadero, el primer oficial primero que tuve como jefe cuando entré comomeritorio, me dijo una verdad suprema: "Mira, Chaparrito: los Juzgados son como islas;podes caer en Tahiti o en Sing-Sing". La cara de ese antiguo maestro, que me miraba desdela grisácea veteranía que yo mismo padezco ahora, me indicaba a las claras que él se sentíamás un habitante de esta última. "Y otra cosa, pibe -agregaba mirándome con la tristeza dequien sabe que dice la verdad, pero que sabe también que esa verdad es inútil-, la isladepende del juez que te toque. Si te toca un tipo piola, estás salvado. Si te toca un hijo deputa, el asunto se complica. Pero lo peor son los boludos, Chaparro. Ojo con los boludos,muchacho. Si te toca un boludo, estás frito".
Esa máxima de Adalberto Rivadero, que merecería un lugar de privilegio, en letras debronce, junto a la estatua de ojos vendados que preside el Palacio de Justicia, memachacaba la cabeza mientras bajaba las escalinatas tratando de orientarme sobre quécolectivo me convenía tomar. Porque el 30 de mayo de 1968 yo sabía que estaba perdido.Trabajaba en un Juzgado que había sabido funcionar bien, pero que ahora estaba en manosde un boludo. Y un boludo de la peor especie: un boludo con ansias de rápidos ascensos.Porque el boludo que se siente en la cúspide de sus posibilidades tiende a reducir almínimo sus acciones. Intuye, oscuramente al menos, que es un boludo. Y si se considera enla cima, se siente satisfecho. Y por lo tanto teme. Teme que los demás noten a simple vistaque es un boludo. Teme mandarse una macana que les demuestre a los demás, si no lo hanadvertido, que es un boludo. Y se llama a sosiego. Disminuye al extremo sus movimientosy deja que la vida le pase por el costado. Y sus empleados, por lo tanto, pueden trabajartranquilos, hacer lo que saben, y hasta combinar sus conocimientos con la inacción de sulíder y hacerlo parecer inteligente o, al menos, un poco menos boludo.
Pero el boludo que quiere ascender suma dos dificultades: por empezar se siente pletóricode energías, lleno de entusiasmo, desbordante de iniciativas. Energías, entusiasmo einiciativas que le brotan como un manantial, y que desea exhibir sin tapujos frente a sussuperiores, para que ellos adviertan por fin que tienen entre sus manos un diamantedesperdiciado en un cargo inferior al de sus merecimientos morales e intelectuales. Y aquíentra a tallar la otra dificultad: esta categoría particular de boludo suma, a la osadía, lainconciencia. Porque si atesora el sueño de ascender es porque se siente con méritos comopara hacerlo, y puede llegar a sentirse hasta injustamente tratado por la vida y por elprójimo por negarle esa aspiración que considera intrínsecamente legítima. La inconcienciay el empuje, entonces, tornan peligroso al boludo. Lo colocan en el estatus de amenaza notanto para sí como para terceros. Los terceros que precisamente están bajo sus órdenes.Uno de los cuales, pongamos por caso, tiene que abandonar la tibia hospitalidad de laSecretaría nada menos que para concurrir a la escena de un crimen. Y por eso, justamente,desciende los escalones de la entrada de Talcahuano con un rosario de insultos en loslabios.
Ese era yo, el damnificado que en el más íntimo de sus fueros sospecha que el únicoboludo de la historia no es el juez que desea quedar como un niño aplicado frente a sussuperiores de la Cámara de Apelaciones, sino que a ese boludo hay que agregar este otroboludo que por pusilánime, por cómodo, por distraído, no terminó sus estudios de Derechoy en consecuencia jamás en la vida va a ascender más allá de prosecretario, y que por lotanto es como un tren que llegó a la terminal y tiene enfrente uno de esos grandes parantesde madera y hierro, una señal inequívoca de que hasta acá llegaste, macho. Vía muerta,ramal terminado, eso es todo. Y de acá en adelante verá desfilar a un sinnúmero desecretarios que le darán órdenes que deberá acatar porque son sus superiores y sonabogados, y a un sinnúmero de jueces que les darán órdenes a los secretarios que se lastransmitirán a uno, como esta que yo estaba cumpliendo, justamente. La que decía que encada causa de homicidio que surgiera mientras estuviésemos de turno el oficial primero dela Secretaría a la que le toque debía concurrir a la escena del crimen a supervisar la tareapolicial.
Una sola vez, la primera, me atreví a consultar con mi excelso magistrado, y tratando de noparecer arrogante, cuál era la utilidad de semejante diligencia, siendo la Policía Federal laencargada de instruir la primera etapa del sumario. Y su Señoría me respondió que noimportaba, que él quería que se hiciera. Y esa fue toda la respuesta, y yo me sentí, en elsilencio subsiguiente, una rata pordiosera, que debe callar lo que todos los presentes saben.Que tu nuevo juez es un imbécil y que los secretarios no van a decir nada. Que el secretariode la n.º 18 no piensa oponerse porque ha detectado, con creces, que su nuevo jefe es unboludo de raza y en consecuencia se dispone a mover todas las influencias posibles parazarpar hacia otra isla en la que soplen mejores vientos. Y que Julio Carlos Pérez, el de lan.° 19, es decir el tuyo, tu jefe inmediato, difícilmente note que el juez es un boludo porqueél también lo es, y en grado superlativo, y por lo tanto estás perdido. ¿Qué te quedaentonces? Nada. No te queda nada. O te queda, cuanto mucho, rezarle una novena a sanCalixto para que el boludo mayor logre lo que se propone y ascienda a camarista pronto, ytal vez allí se calme, se sienta realizado, y pase a esa otra categoría de boludo consumado,realizado, pacífico y contemplativo que puebla algunos de los despachos más ilustres de laJusticia.
Pero eso no había ocurrido, y yo estaba ahí. Preguntándole a un quiosquero qué colectivopodía dejarme bien en Niceto Vega y Bonpland, empezando a marearme preventivamentefrente a la escena que me tocaría presenciar, tratando de darme ánimos aunque más nofuera por el lado del pudor y diciéndome que no podía flaquear delante del montón decanas que iban a estar apelotonados en esa casa, aunque me diera una impresión horriblever un cadáver, un cadáver reciente, un cadáver nuevo, un cadáver nacido no de la leynatural de la vida y de la muerte sino de la decisión rotunda y salvaje de un asesino queandaba suelto por ahí, mientras yo sacaba el boleto, lo guardaba para rendirlo como gasto ala vuelta, me sentaba más bien al fondo porque tenía para rato hasta Palermo, y seguíaputeando entre dientes por no haber tenido la módica disciplina, la minúscula entereza, lamodesta fuerza de voluntad que habría necesitado para recibirme de abogado.
ESTÁS LEYENDO
La pregunta de sus ojos.
Roman d'amourHace treinta años, Benjamín Chaparro era prosecretario en un juzgado de instrucción y llegó a su oficina la causa de un homicidio que no pudo olvidar. Ahora, jubilado, repasa su vida, las instancias de ese caso y sus insospechadas derivaciones, y la...