6

144 0 0
                                    

  Cuando entramos al banco tuve unasensación extraña. Era un gran salóncuadrado, con amplios y fríos panelesde mármol en las paredes. Del techo,altísimo, bajaban a intervalos regularescaños negros y escuálidos sosteniendounas tulipas vetustas que iluminabanmalamente la estancia. 

Una hileracontinua de altos mostradores defórmica gris rematados por paneles devidrio separaba el área de losempleados del espacio destinado alpúblico. Un ordenanza limpiaba, aburrido, los cristales a la altura de esosorificios circulares a través de loscuales los clientes se hacían oír. Yoodiaba los ambientes enormes, y penséque debía ser espantoso trabajar todoslos días en un sitio como ese. Hasta meresultó reconfortante evocar laSecretaría del Juzgado, con susanaqueles atiborrados de expedientesdesde el piso hasta el techo, sus pasillosmínimos, su desvaído aroma a maderasenvejecidas.Pero la sensación extraña tenía quever con otra cosa.

 Apenas traspuse lapuerta, siguiendo a Báez, abarqué de unrápido vistazo a la veintena deempleados, que, aunque a esa horatodavía no habían empezado a atender alpúblico, ya lucían ensimismados sobrelos escritorios. Era como si la horrendanoticia que traíamos aún no tuviese undestinatario fijo. No al menos mientrasel custodio que nos había abierto lapuerta no avanzara hasta el fondo,levantara la tapa de uno de losmostradores, pasase del lado delpersonal del banco y se dirigiese hastael hombre indicado. Me preguntabaquién sería Morales, mientras pasaba lavista de unos a otros. 

Traté de recordarla foto nupcial de la mesa de luz de sudormitorio, pero no lo conseguí, tal vezpor el apuro o por la aprensión con quela había mirado.Sentía como si la tragedia todavíaestuviese sobrevolando esas veintevidas sin decidirse a posarse en ninguna.Era ridículo, claro, porque solo uno deesos hombres podía ser Ricardo AgustínMorales. Los demás no. Los demásestaban a salvo del horror que veníamosa comunicarle. Pero mientras el custodiono detuviese su marcha junto a uno delos hombres que trabajaban allí, todos(los jóvenes, al menos) se me antojabanblancos móviles, víctimas sujetas al azarespantoso de recibir (contra todas lasposibilidades, más allá de todos lospronósticos, por encima de todas lascertidumbres con que los seres humanossobrellevamos cada día la angustiaescalofriante de saber que todo lo queamamos puede extinguirse de unmomento a otro) la noticia quedesquiciaría su vida. 

El custodio avanzó entre variosescritorios y se inclinó al oído de unmuchacho joven que sumaba cheques enuna gran máquina de calcular. Yo estabapor empezar a compadecerlo a ladistancia cuando, como si losacontecimientos se acomodaranrepentinamente a mi teoría de que eldrama vacilaba antes de posarse en loshombros de su destinatario, el muchachoalzó la mano en dirección a una puertaque se abría en los fondos delamplísimo local, y fue como si ese gestode extender el brazo hubiese salvado almuchacho que sumaba cheques delcalvario inminente de haber perdido a sumujer de un modo espantoso.Báez y yo seguimos el gesto delbrazo y, casi como en un sincronizadomovimiento teatral, la puerta del fondose abrió para dejar ver a un hombrejoven y alto, con el pelo engominadomuy tirante hacia atrás, un bigotito serio,un saco azul y una corbata de nudoestrecho, que avanzó con los últimoslatidos de su inocencia hacia elescritorio desde el que lo contemplaban,curiosos, el custodio y el empleado delos cheques.El policía le indicó que lobuscábamos. «Ahora», pensé. «En estemomento exacto este muchacho acaba depenetrar en un túnel sin fondo del queprobablemente no salga en el resto de suvida». 

Alzó la vista hacia nosotros. Nosmiró primero sorprendido, peroenseguida desconfiado. El custodiodebía habernos presentado a amboscomo policías. Siempre hacen lo mismo.Simplifican hacia la imagen mássencilla. Un policía es algo conocidopor todo el mundo. Un prosecretario deun Juzgado de Instrucción en lo Criminales una especie más exótica. De maneraque ahí estábamos, con los cuchilloslistos para hundirlos en la yugular delchico que nos miraba sin decidirsetodavía a angustiarse. 

Me aproximé al mostrador rebatiblepor el que el muchacho estabasaliéndonos presuroso al encuentro.Había decidido presentarme por minombre pero dejar que Báez fuera el quehablase. Ya habría tiempo de explicarlequién era el policía y quién elfuncionario de Justicia. Además, Báezparecía acostumbrado a comunicarprimicias espantosas. Y yo, al fin y alcabo, no tenía por qué carajo estar ahí,siendo testigo de cómo se le pulverizabala vida a un joven bancario. Si estaba,se lo debía exclusivamente al pelotudodel doctor Fortuna Lacalle y a superentoria ansiedad por ascender cuantoantes a juez de Cámara.  

La pregunta de sus ojos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora