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Desde que di vuelta a la esquina se me empezó a enturbiar el estómago con la fanfarriaestéril que despliega la policía en estos casos. Tres patrulleros, la ambulancia, una docenade canas yendo y viniendo sin nada que hacer pero sin la menor intención de retirarse.  

Como no estaba dispuesto a darles la satisfacción de advertir mi flojera, encaré con pasorápido mientras palpaba el bolsillo trasero del pantalón. Cuando el primer zumbo me salióal cruce, le puse delante de las narices la credencial y sin condescender a mirarlo le dijeque era el prosecretario Chaparro del Juzgado de Instrucción n.° 41, y que me condujeraante el oficial a cargo del operativo. El uniformado actuó según la lógica de hierro que lepermitía deslizarse sin dolor por la senda policial: todo lo que tenga una raya más que él enla manga debe ser obedecido, todo lo que tenga una raya menos debe ser basureado. Mitono perentorio me ponía -aun ayuno de charreteras- en la primera categoría, de modo quecon una venia torpe me pidió que lo siguiera "al interior".   

Era una casa vieja, convertida en varios departamentos a los que se accedía por un pasillolateral feo pero prolijo, que algunas macetas de malvones intentaban inútilmente decorarde tanto en tanto. En dos o tres ocasiones tuvimos que ladear el cuerpo para no chocarnoscon más policías que salían del anteúltimo departamento. Calculé que en total los policíasdebían superar la veintena, y volvió a desagradarme ese placer morboso que muchosencuentran en la contemplación de la tragedia. Como en los accidentes ferroviarios, esos alos que tuve sí o sí que acostumbrarme por viajar todos los días en el Sarmiento. Nuncaentendí del todo a los que se amontonan alrededor del tren detenido para espiar entre lasruedas y los rieles el cuerpo destrozado de la víctima y el trabajo sangriento de losbomberos. Alguna vez sospeché que en realidad lo que me molestaba era mi propia flojera.Y me obligué a aproximarme. Pero me horroricé sin retorno no tanto con el espectáculoatroz de la muerte sino con las expresiones jubilosas, festivas, de algunos de los curiosos.Como si se tratara de un espectáculo montado gratuitamente para su deleite, o como sidebieran capturar hasta el último detalle para referir el asunto a sus compañeros de trabajo,miraban sin parpadear y con los labios algo separados en una media sonrisa absorta yembelesada. Pues, bueno, estaba seguro de encontrar, cuando cruzara el umbral, unascuantas de esas miradas bajo las gorras azules.

Entré en una sala prolija, llena de adornos en el modular y en las paredes. El juego decomedor, cuya mesa y sus seis sillas se apelotonaban como podían entre esas paredesdemasiado juntas, tenía poco que ver con los pequeños sillones de la sala, y ningúnparentesco con el estilo de los adornos. "Recién casados", intuí. Avancé un par de metroshacia la puerta que daba al resto de la casa, pero me topé enseguida con una muralla azulde uniformes dispuestos en círculo. No había que ser demasiado inteligente para saber queallí yacía el cadáver. Algunos en silencio, otros lanzando comentarios en voz alta parademostrar su hombría ante la muerte, pero todos con los ojos clavados en el piso.  

"El oficial a cargo, por favor". Hablé sin preguntar, buscando el registro exacto, un pocoduro, un poco cansado, que sirviera para demostrarle a esa caterva de zánganos que medebían una módica pleitesía porque representaba a una instancia superior. Algo así comollevar al plano grupal la experiencia de mando-obediencia que había puesto en práctica conel morocho que me había salido al cruce en la vereda. Se volvieron a mirarme y merespondió la voz del oficial inspector Báez casi desde el fondo de la pieza. Estaba sentadoen la cama matrimonial, como pude entrever cuando algunos policías se hicieron a un ladopara dejarme pasar.  

Igual no había modo de llegar hasta él, porque la cama ocupaba casi todo el recinto, y juntoa ella yacía el cadáver, y cuando abrieron el surco supuse que si no quería pasar por blandotenía que detenerme a mirar a la muerta.  

Sabía que era una mujer porque el policía que había llamado al Juzgado a las ocho y cincome había comunicado, en esa extraña jerga que los policías emplean al parecer con ciertodeleite, que se trataba de "un NN femenino joven". Esa supuesta neutralidad del lenguaje,esa suposición de que estaban hablando en términos forenses, a veces me causaba gracia,pero en general me producía fastidio. ¿Por qué no decir directamente que la víctima erauna mujer joven de la que aún ignoraban el nombre, y que parecía tener poco más de veinteaños?  

La pregunta de sus ojos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora