Cuando sonó el teléfono del despacho del juez, el 30 de mayo de 1968 a las ocho y cinco de la mañana, yo estaba tan cansado que incorporé el ruido de los timbrazos a lo que estaba soñando, y recién al cuarto o quinto repique atiné a abrir los ojos. No levanté enseguida el auricular, como si mi ingreso en la vigilia hubiese sido demasiado traumático como para completarlo de inmediato sosteniendo una conversación telefónica.
De todos modos, pronto me distrajeron los saltos y los gritos que Pedro Romano se puso a dar a mi alrededor. Festejaba ese llamado y yo, con cierta lógica perversa, aceptaba mi parte en su festejo poniendo cara de fastidio mientras me restregaba los ojos antes de atender. Acabábamos de pasar la noche allí, en el despacho del juez, de a ratos repantigados en los sillones amplios de cuero oscuro, de a ratos dormitando con la cabeza y los brazos apoyados sobre el escritorio. Al empezar a saltar, Romano había pateado la bandeja con los platos de la cena, y una de las tazas que habíamos usado como vasos había salido rodando hasta el pie de la biblioteca. Demoré todavía un segundo más en atender, y lo dediqué a insultar para mis adentros al imbécil del juez, que porfiaba en hacernos pernoctar allí durante la quincena en la que estábamos de turno. Una semana le tocaba a la Secretaría de Romano, la otra semana a la mía, pero ¿cómo resolver el problema del décimo quinto día? El idiota de Fortuna Lacalle había decidido, salomónicamente, jodernos la vida a los dos. Las causas se repartían según la comisaría de origen, salvo las de delitos graves, digamos los homicidios. Esas causas debían repartirse, el décimo quinto día del turno, entre las dos Secretarías del Juzgado según la hora de notificación que nos hiciera la policía. Romano festejaba con los brazos en alto al grito de "ocho y cinco, Chaparrito, ocho y cinco", porque si sonaba el teléfono del despacho del juez a esa hora era precisamente para avisar de un homicidio, y lo que festejaba Romano era ni más ni menos que fueran más de las ocho, porque las horas impares eran suyas, y las horas pares mías, y acababa de librarse de un expediente denso y complicado por cinco escasos minutos.
Ahora que lo pienso, ahora que lo escribo, puedo advertir con qué profundo cinismo nos movíamos. Casi como si se tratara de un desafío deportivo. En ningún momento nos deteníamos a pensar que si sonaba ese teléfono, cinco minutos antes o cinco minutos después de las ocho, era porque acababan de matar a alguien. Para nosotros era una simple competencia de oficina: laburás vos o laburo yo. A ver quién es el más piola, a ver quién tiene más suerte de los dos. Había sido Romano. Y aunque en esa época yo todavía no lo aborrecía, porque faltaba un tiempo, no demasiado largo, para que empezara a demostrarme que era un ser despreciable, sentí un ardiente deseo de partirle el teléfono en la cabeza. En lugar de eso puse cara de superado, carraspeé para aclararme la garganta, levanté el auricular y dije, gravemente: "Juzgado de Instrucción, buenos días ".
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La pregunta de sus ojos.
RomanceHace treinta años, Benjamín Chaparro era prosecretario en un juzgado de instrucción y llegó a su oficina la causa de un homicidio que no pudo olvidar. Ahora, jubilado, repasa su vida, las instancias de ese caso y sus insospechadas derivaciones, y la...