6.- Soledad

13 4 0
                                    

Mi madre una vez me dijo: sólo en la soledad se puede contemplar lo maravilloso de quererse a uno mismo.
Me aferré a eso desde que cumplí los 18 y me fui a vivir sola. Es mi mantra.
Lo único que no mencionó es que la soledad también suele traer consigo las ganas de que alguien, quien sea, te abrace.

Miraba mis manos entrelazadas en mi regazo. En lo único en que podía pensar era en todo lo que mamá me dijo desde que era pequeña, todas las aventuras y los lugares a los que me llevó. Antes de salir del departamento, cerré los ojos, inspiré profundamente y volví a ponerme mi máscara para ocultar mis sentimientos.
Ahora, en el funeral, escuchando vagamente al padre decir palabras sobre lo hermosa que fue la vida de mi madre, me sentía bastante... sola. Aunque, en realidad, mis amigos estaban a mi lado: Alex a mi izquierda, cerrando su mano sobre mi brazo; Sofía a mi derecha, dejándome recargar la cabeza en su hombro, y Rodrigo a su lado, tomando su mano. Uno de los privilegios que Sofía siempre tuvo fue que jamás estuvo sola; ella era la que conquistaba a todo chico que pasaba a nuestro lado y yo era la que se fijaba que nadie nos siguiera. Éramos una especie retorcida de Batman y Robin.
-... y aunque no nos gusta que Ana -mi madre- haya durado tan poco, sabemos que era el plan de Dios que se fuera tan pronto...
Me molesté con esa afirmación. Dios era un cabrón si había decidido que era hora de mi madre para partir.
Volví a dejar de prestar atención. Se me hizo que pasó un segundo cuando la misa acabó. De pronto Alex estaba levantándose de la banca y extendiendo una mano hacia mí. Con una sonrisa de medio lado, se la tomé y me levanté. Llevaba unos pantalones negros, una blusa azul índigo holgada y mi cabello recogido en una coleta alta, y no había soltado la mano de Alex en todo el camino a la iglesia.
Afuera, miré en derredor buscando con la mirada a mi padre: ¡estaba hablando con el novio de mi madre! Supuse que se entendían, puesto que ambos la amaban. Manteniendo una expresión impasible, me acerqué a ellos, sin dejar de tomar la mano de Alex, quien me seguía a todas partes.
-Hola, papá -saludé con voz neutra. Él se volvió hacia mí. Se veía cansado, sinceramente.
-Hola, ratoncita -me acercó a él con un brazo y besó mi coronilla-. ¿Cómo estás?
-Bien, ¿y tú?
-También, bebé -estaba siendo muy cariñoso, más de la costumbre.
Me solté de su abrazo y caminé hasta mi padrastro.
-Hola, Al -saludé cuando me abrazó.
-Hola, enana.
El se veía demacrado, como si hubiera estado llorando sin parar, lo cual no dudaba.
-Él es Alex -señalé al aludido con un gesto de la barbilla-, mi amigo.
-¿Amigo? -preguntó mi padre de manera sugestiva.
Le lancé una mirada furibunda.
-Sí, mi amigo.
Cambié de tema rápidamente. En general, todo trascurrió bastante bien. Pero no pude quitarme la sensación que tenía en el pecho de vacío.
Regresamos a casa en el auto de Rodrigo de la misma manera en que llegamos a la iglesia: en silencio, yo tomando la mano de Alex y mi mejor amiga y Rodrigo tomándose las suyas.
Rodrigo estacionó el auto frente a la puerta del edificio.
-Gracias por traernos -dije secamente. Estaba un poco enojada con Sofía por llamarme "suicida en potencia".
-Vamos contigo -sentenció Sofi sin dejar lugar a una réplica.
Asentí y bajé del auto con mi nuevo amigo pegado a mis talones.
En el elevador, todos estábamos en un silencio incómodo.
-Ya basta -dijo mi mejor amiga rompiendo el hechizador silencio-. No puedo seguir con esto. Brina, lamento llamarte "suicida en potencia". ¿Me perdonas?

Alex
Brina tenía la mirada fija en los ojos de Sofía. Dicen que hay miradas que matan, pero su mirada era serena e impasible, mucho peor que si mostrara sentimiento alguno.
-Te perdono -dijo después de un rato de tensión. Sus palabras fueron como las tijeras que rasgan el papel. Sofía se echó a sus brazos, y ellas se abrazaron durante mucho rato. Esos minutos fueron los únicos en los que Brina soltó mi mano. Estaba feliz y por otra parte triste por ella.
Nadie merece que su padre o su madre muera de manera trágica. De hecho, creo que todos debemos tener algún final de cuento de hadas.
Sonó el pitido característico de los elevadores al anunciar su llegada al piso deseado y las puertas se abrieron. Brina se separó de la pelinegra y volvió a tomarme la mano. Todos juntos salimos del elevador, en dirección a la casa de Brina.
En la puerta, Brina se congeló mirando casi asustada el vacío.
-¿Brina? -pregunté frunciendo el ceño. Los prometidos ya habían avanzado hasta la sala y se habían sentado, tomados de la mano y hablando en voz baja.
-No puedo entrar -susurró.

La Chica Rara De Al LadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora