Un disfraz para cada ocasión

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Tan ensimismado iba Ramón que ni cuenta se dio de quienes se le acercaban por detrás y, no con muy buenas intenciones. Eran tres jóvenes de muy mal aspecto, no por ir mal vestidos, no, sino, por su catadura moral, más bien escasa. Uno era Felipe, detenido medio centenar de veces por su “presunta” violación a niñas menores de trece años, según el propio Felipe, “le gustaban bien tiernas”. Pese a todo nunca se le pudo demostrar que hubiera violado a nadie, «extrañamente, las niñas, víctimas de sus abusos, solían retirar las denuncias o no las presentaban». Otro, ni mejor ni peor, era Eduardo, un maldito heroinómano, maltratador y rastrero, el cual era capaz de matar por diez pesos hasta a su propia madre. Por último, el más peligroso, Santos, un antiguo policía obligado a retirarse por su jefe, al encontrarle éste en la cama con su esposa, la cual, nunca dejó de proclamar su inocencia diciendo que no sabía qué hacía Santos en su cama, (ella aseguraba que Santos había venido a darle un recado del comisario y que creía haber sido drogada cuando, ella, amablemente, le sirvió un café). Como el comisario no podía tener la certeza de que eso fuera cierto, (precisamente porque sabía la fama de mujeriego y putero que tenía). Así que, lo único que pudo hacer fue exigirle que dejara el cargo de agente de policía, cosa que, Santos, hizo encantado, según diría más tarde; «estaba cansado de proteger a los malditos ciudadanos, que ni siquiera se lo agradecían».

―¡Eh, tú, para!― era Santos el que interpeló a Ramón.

―¿No me oyes, viejo? ―soltó una risita mientras se aproximaba―¿Qué estás sordo, viejo, o qué? ―le dijo mientras lo agarraba fuerte por el brazo.

Ramón que, cómo ya dijimos, iba pensativo y despistado, se sobresaltó, pegando un asustado respingo.

―¿¡Qué… queréis!? ¡Dejadme en paz yo no me meto con nadie! ―les gritó sin arredrarse, sacudiendo el hombro para desembarazarse de la mano agresora.

―¡Jodío viejo, te vas a enterar!―diciendo esto Santos, le pegó un puñetazo terrible y duro al pobre Ramón en toda la cara, cayendo éste al suelo dándose un fuerte golpe en la cabeza, y quedando conmocionado.

Ya Santos, Eduardo y Felipe se disponían a patear a placer al pobre Ramón cuando un carraspeo les hizo girar la cabeza, viendo a un extraño tipo, extraño por la ropa que llevaba, una ropa nunca vista por ellos, aunque si hubiesen tenido más estudios o visto películas de samuráis, seguro y lo hubieran sabido enseguida, porque, eso era precisamente, un samurái (o estaba disfrazado, que también era posible). Llevaba puesto un kimono negro de largas mangas, y en su cinto, colgaba una espada corta “wakisachi” y una katana “ Muramasa”, una espada fabricada por uno de los más famoso forjadores de espadas del año 1315 d-c, «que se decía que, una vez usada, sus poseedores se volvían loco y se transformaban en guerreros sedientos de sangre». Detrás, en su espalda, una espada algo más larga que la katana llamado “nodachi” y debajo del kimono, disperso por distintas partes de su cuerpo, los cuchillos “aikuchi”, todos de distintos tamaños, eran su salvación en los momentos de máxima emergencia.

Un largo pañuelo, -de igual color que el kimono-, cubriéndole la cabeza y ocultando su rostro, dejando solo ver sus acerados ojos verdes.

Efectivamente, aquel era un tío muy extraño.

―Vaya, vaya, pero si tenemos a “tres valientes” por aquí, esto no me lo pierdo, seguid, seguid, no paréis por mí―. Soltó una risita que les provocó un estremecimiento, mientras le oían decir;

―Eso sí, antes tenéis que hacérmelo a mí, ¿seréis capaces, “valientes”?

Ramón, que ya se había en parte recuperado, contemplaba, desde el suelo, toda la escena, sin atreverse ni a respirar.

―Vamos, ¿alguno se decide ser el primero?

Aún no había acabado de decirlo que ya se habían lanzado los tres al unísono contra él, “el hombre misterioso” no los dejó ni acercarse, pegando un salto de más de tres metros, como si fuese un tigre, lanzándose sobre ellos, al mismo tiempo ya en sus manos y como por arte de magia, sus espadas brillaron a la luz del sol de la tarde, danzando la danza de la muerte, la de, Santos, Felipe y Eduardo. Fue visto y no visto, mientras su katana cercenaba la cabeza de Eduardo, su “wakisachise hundía en el corazón de Felipe partiéndoselo en dos trozos. Antes ya había volado un pequeño “aikuchi” y atravesado la garganta a Santos que murió ahogándose en su propia sangre.

Arriba, en una soleada cornisa, Heriotza había sido testigo muda de todo lo sucedido, en su, siempre, impasible rostro, ahora se dibujaba una leve sonrisa.

―Levántese, Ramón―. Ordenó con áspera voz el misterioso salvador, mientras le ofrecía su fuerte mano.

Ramón no lo dudó, «al fin y al cabo no debía ser malo ni enemigo suyo, pues, le había salvado la vida. ―Pensaba Ramón― al levantarse ayudado por aquel extraño ser.

Los ojos de Guillermo, (pues él era), lo miraron fijamente, tanto que Ramón carraspeó nervioso sintiéndose incomodo.

―¿Quién eres…? ―se atrevió al fin a preguntar, no sin ciertas reservas, Ramón.

―Confórmate con saber que soy tu salvador, de momento creo que ya es suficiente, ¿no? ―esta vez su voz sonó a burlona.

―Sabes, Ramón, en estos días he conocido a una joven muy especial― Ramón se estremeció, “algo” en su interior le avisaba de que esa joven era conocida suya…

―es una joven muy bella pero con una mala leches que se la pisa, y…―hizo aquí una pausa adrede Guillermo.

―Vamos, que sé que tú la conoces―y antes de que Ramón hablara dijo:

―Se llama (o llaman), Heriotza, ¿la conoces? ―su mirada se volvió a acerar, como queriendo dar a entender que no aceptaría un no por respuesta.

―N… ―no sé de quién me hablas―tartamudeó Ramón muy nervioso.

―no conozco a nadie así con ese nombre, de verdad, créeme, por favor―a Ramón empezaba a no gustarle el tipo aquel, demasiadas preguntas, y él no iba a responderlas, Heriotza era su amiga y no la traicionaría jamás, aunque por ello perdiera la vida.

―¡Díselo, Ramón, no lo dejes con la duda a este “caballero”! ―la presencia de Heriotza los dejó a los dos sin habla.

HERIOTZADonde viven las historias. Descúbrelo ahora