La lengua del maldito (Capítulo 4)

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  (Capítulo 4)

Otro espeluznante asesinato estaba siendo transmitido por la televisión en las noticias de las 7 de la mañana. Ramón miraba absorto al fondo de la taza del café, mientras pretendía ignorar por completo los comentarios del reportero que daba la noticia.

Su esposa le miraba en silencio, mientras probaba la tostada que acababa de servir en su plato.

«… Sospechamos que tiene relación con otra serie de asesinatos que se han venido registrando en la ciudad…» La voz del comandante Novoa resonó de lleno en la cocina, provocando que Ramón brincara ligeramente sobre su asiento al mismo tiempo que lo sacaba de sus cavilaciones.

Desvió la mirada de la taza y la centró por completo en la persona que hablaba con voz severa al micrófono que sostenía el reportero.

“Es asqueroso…” Susurró su mujer al otro lado de la mesa mientras se levantaba para apagar el pequeño televisor.

―¡No! –Exclamó Ramón sin querer― Déjalo… terminó en voz baja.

―Pero querido… ―Intentó discutir su mujer.

Ramón le lanzó una severa mirada, con la cual, su mujer, comprendió enseguida y tomó asiento nuevamente… en silencio.

―¿Tienen ya algún sospechoso? ― Preguntó el reportero en la entrevista.

―Sí, tenemos datos importantes que nos guían a un sospechoso― Respondió Novoa con seriedad.

“Patrañas” Objetó Ramón mientras sonreía levemente.

Una vez más, su mujer le miró en silencio. Su mirada reflejaba el miedo que sentía hacia el cambio que había registrado su marido en las últimas semanas.  Había cambiado por completo desde aquella noche en que Edna…

No…

Debía olvidar todo lo que había sucedido esa noche, cuando su hija había regresado completamente ensangrentada y golpeada.  Olvidar las barbaridades que su hija balbuceaba… Olvidar que su esposo, de alguna manera, comprendía de lo que ella hablaba y ver como en su rostro se dibujaba el terror al reconocer un par de silabas entre todas las incoherencias que su hija decía…

«….iotza… He… riot….za…»

Concentró de nuevo su atención a la tostada. Se sentía asqueada de solo imaginar la textura de la tostada en su boca. Se sentía abrumada por todo lo que estaba sucediendo. Su hija estaba lejos huyendo de quien sabe quién… Su esposo ocultándole quién sabe qué… y ella, sola allí, en medio de una situación que no comprendía por completo.

«¿Y si llamaba a Novoa?» pensaba confusa.

Tampoco era una opción, seguramente el “sospechoso” al que Novoa se refería era a su propia hija, después de todo, el mismo había dejado en claro que sospechaba de ella desde el principio.

Además de que no estaba segura de que podía confiar en ese hombre tampoco.

¿Qué debía hacer?

Se levantó de su asiento y se dirigió a la tarja de la cocina para colocar la vajilla del desayuno.

―…Me voy― Dijo finalmente Ramón, mientras tomaba su chaqueta del respaldo de la silla del desayunador y salía por la puerta abatible de la cocina.

Su mujer lo siguió en silencio hacia la puerta principal donde su esposo se colocaba la chaqueta para salir a trabajar.

Se acercó en silencio para arreglar con esmero la corbata color violeta que su esposo había decidido usar ese día…

Ramón apartó sus manos con ligereza, pero con una obvia muestra de molestia.

Su esposa, resignada, dejó caer sus brazos en señal de rendición mientras miraba a su esposo abrir la puerta para salir de una buena vez a la calle.

¿Ojalá, las cosas se hubieran dado de diferente manera esa mañana…? Pero el trozo de lengua que colgaba del pequeño techo del umbral de su puerta le auguraba que lo peor, aún estaba por suceder…

Ramón dio un salto hacia atrás llevado por la sorpresa y el asco, el terror se apoderó de él y estuvo a punto de soltar un alarido. No lo hizo, algo en su interior lo calló, lo hizo silenciar y tragarse el grito. No, no podía dejarse llevar por el miedo, tenía mucho que perder, su esposa ya estaba bastante desquiciada y su pobre hija, rota tras la terrible violación y la pestilente presencia del comandante Novoa siempre recordándoselo, como si ella tuviera la culpa de que aquellos malnacidos hubieran nacido del mismísimo Satanás.

Ramón se recompuso como pudo, sacó su limpio pañuelo blanco del bolsillo y recogió, discretamente, tras cerrar la puerta tras de sí, intentando que su esposa no se apercibiera de aquél sangriento “regalo”. No quería conservarlo ¿para qué?, mejor lo tiraba a la basura a unos cientos de metros lejos de allí «no quería que el comandante Novoa también usara aquello en contra de su hija, ¿sería capaz, Novoa?, y si era así, ¿por qué lo hacía?». Era algo que Ramón no conseguía entender. «Quizás si supiera que uno de los violadores era hijo de Novoa lo hubiera entendido de inmediato».

Tenía que hablar seriamente con Heriotza ¿A qué venía dejarle aquellos “regalitos y qué culpa tenía su pobre mujer de todo aquello?.

―Vaya, veo que disfrutas de lo lindo, eh? ―soltó Isaac con una risita

Heriotza ni se inmutó, sabía desde el principio que Isaac estaba en la habitación y que la observaba. Samuel para entonces ya era cadáver, el dolor por la salvaje agresión (nadie podría sobrevivir si te sacan la piel a tiras), por supuesto él tampoco lo hizo y pendía como un colgajo seco y sin vida del centro del techo como un vulgar cerdo (que lo fue en vida).

―Y, ¿ahora qué, bonita, no te guardaste algún orgasmo para mí? Con lo cachondo que me dejaste―. Su risa esta vez fue divertida.

La muchacha no le contestó, simplemente se dio la vuelta y dando un salto atravesó la ventana con cristal y todo, rompiéndolos con su esplendido cuerpo, como si solo atravesase el aire, despareciendo en la oscuridad en un santiamén.

En ese mismo instante se abría con gran alboroto la puerta de la habitación entrando un batallón de hombre uniformados gritando y rompiendo todo a su paso. Detrás de ellos y en calma, con un gran cigarro habano en la boca entró el comandante Novoa.

Silenciosamente echó un primer vistazo a la habitación, después, apartó a sus hombres que se encontraban alrededor del cuerpo, unos mirándolo con asco y terror y otros vomitando sin poder soportar aquel nauseabundo espectáculo. Una vez frente a él, con un pañuelo en la mano, le levantó la cabeza para observarle el rostro. No se sorprendió, le conocía, tenía antecedentes serios por pederastia y violación, aunque nunca pudieron demostrarlo (las muertas no pueden declarar).

De Isaac por supuesto ni rastro… o al menos eso parecía.

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