Todo empezó, según recuerda, con una simple admiración. A Pablo Iglesias le gustaba la gente que sabía debatir y que le ponía las cosas difíciles, y Albert Rivera era un buen ejemplo de ello, aunque no pudieran coincidir en nada. Cómo sus sentimientos pasaron de eso a una enfermiza obsesión es algo que no sabría explicar, porque no hubo transición, no hubo desarrollo. Simplemente, se sentó con él en la parte trasera de un coche para un programa de televisión y comenzó a sentir que con cada contacto, con cada mirada, saltaban chispas.
Y no era sólo el morbillo de los polos opuestos (que también estaba presente, y en cantidades industriales). Lo peor es que le cayó genuinamente bien. Su presencia le hacía sentir cómodo, a la vez que su ancha y deseable espalda le pedía a gritos que afilara sus uñas en ella, lo cual no era una buena combinación. Sólo quería verle más veces, debatir más veces, hablar de sus vidas, tocarle siempre que la cordialidad lo permitiese.
Le gustaba fantasear con que Albert le deseaba en silencio. Con que su corazón se acelerara como el suyo cada vez que sus brazos se rozaban, y que sus sonrisas fueran al mismo tiempo una reacción inevitable y un intento de seducirle. Con que el estómago de Albert sufriera un cosquilleo cada vez que mencionara el nombre de Pablo en público, aunque fuera para ponerle a parir. Naturalmente, eso no era así, Albert era sin duda lo más hetero y no homo que se había echado a la cara. Y esa certeza sólo hacía que lo deseara más.
Desear a su rival político de esa manera era una especie de placer masoquista. Era la emoción del adolescente encaprichado por primera vez que no puede ni quiere evitar buscar a su objeto de deseo con la mirada cuando sabe que está presente, y era también la frustración adulta de saber que nunca pasaría lo que, de pasar, sería sencillamente espectacular. Era tener que fingir constantemente en su presencia, y era también mencionar su nombre cuando tocaba y cuando no, en público y en privado, como si de esa forma pudiera poseerlo un poco, sólo un poquito.
Y no estaba triunfando en lo de ocultar sus sentimientos, eso era evidente. Lo deducía por los codazos accidentales que recibía de Errejón en el Congreso cada vez que se pasaba demasiado tiempo mirando hacia la bancada de Ciudadanos, e incluso podía ser que las preguntas insistentes de los periodistas y las indirectas de otros políticos sobre la relación de ambos escondieran alguna sospecha. El único que parecía no haberse percatado era el propio Albert.
Más de una vez se había sentido Pablo tentado de ponerle a prueba, quizá con alguna de sus bromas inapropiadas, o con un mensaje de whatsapp sugerente para empezar a tantear el terreno. Pero cuando sus fantasías repetidas mil veces le hacían pensar que tenía alguna posibilidad si lo intentaba, su parte más racional y aguafiestas le recordaba que Albert tenía novia, lo que le auguraba un fracaso rotundo. Y no era algo por lo que su orgullo quisiera pasar innecesariamente.
Y aun así, continuó con sus comportamientos peligrosos, como aquella tarde bastante aburrida en el Congreso, en la que Albert se llevaba demasiada parte de su atención mientras Pablo intentaba decidir si su rival político iba especialmente guapo aquel día, o sólo era su líbido que ya no podía más. Ni siquiera los codazos de Errejón ni sus intentos de meterle en una conversación podían distraerle de su deseo hacia Albert. No cuando se tiraba de la corbata de esa manera automática, como si le molestara, y que le hacía pensar en mordazas, vendas para los ojos, ataduras y demás usos más que placenteros que Pablo podría darle a ese trozo de tela. Sus labios también parecían más besables de lo normal, y estaba tan guapo así, medio adormecido y calladito, sin poder soltar cuñadismos de los suyos. Un puñado de imágenes descontextualizadas empezaron a pasar por su mente, alejándole definitivamente del debate político que estaba teniendo lugar allí: Albert en ese mismo escaño mirándole desde abajo, con Pablo encima, besándole como si la vida le fuera en ello, su sonrisa sincera contra sus labios, sus propias manos explorando a su rival, Albert excitado y con deseo en sus ojos...
No se dio cuenta de que su cuerpo estaba reaccionando demasiado a los estímulos de su imaginación hasta que Albert le devolvió repentinamente la mirada desde la distancia, y Pablo rompió el contacto visual tan rápido como... bueno, como cuando la persona que te gusta te pilla poseyéndola con la mirada, tal cual. Ahora que la magia del momento se había roto, la presión en sus pantalones se le hizo demasiado evidente y no era capaz de encontrar una postura en la que sentirse más cómodo, por lo que anunció a Errejón en un susurro que iba al baño y salió de la sala con tanta naturalidad como le fue posible. Y efectivamente, fue al baño, y sí, como era de esperar, se masturbó en silencio con las imágenes que habían poblado su mente momentos antes y muchas más, imágenes de ésas con las que llevaba meses alimentando sus fantasías.
Y como no había oído a nadie más entrar al baño, aún estaba sonrojado y acalorado al salir del cubículo y encontrarse a Albert lavándose las manos en el lavabo.
La sorpresa que expresaron sus ojos al verle le hizo temer muchas cosas, pero al parecer se debía sólo a que no esperaba encontrarle allí, porque enseguida sonrió a modo de saludo. Pablo aún sentía las piernas de mantequilla y su mente estaba demasiado en blanco, pero juraría que fue capaz de devolverle la sonrisa mientras metía las manos bajo otro grifo y rezaba para no tener escrito en la cara lo que acababa de hacer.
- ¿Vas a hablar hoy en la tribuna ? – preguntó Albert, seguramente por preguntar algo. Probablemente ya sabía la respuesta.
- No, hoy no – contestó Pablo, admirado de lo normal que sonaba su propia voz.
- Ah, bueno... Yo tampoco.
- Habrá que aguantar aun así – la sonrisa esta vez le salió más natural, y aprovechando que empezaba a sentirse persona otra vez, se arregló la coleta de la forma más casual que le fue posible. Al alzar la mirada, se encontró con la de Albert a través del espejo.
Era el momento. El momento de olvidarse de todo y hacer realidad una de esas fantasías suyas con tanta excusa argumental como una película porno. El momento de besarse (sin que ninguno supiera nunca quién dio el paso primero, seguramente porque fue algo simultáneo) y de dar rienda suelta a su magnética atracción follando como animales allí mismo, contra los lavabos del baño del Congreso. Sería difícil encontrar una ocasión mejor.
Claro, que no pasó nada. Pablo sólo se secó las manos, le lanzó una nueva sonrisa y dijo:
- Ahora nos vemos.
Y salió del baño, recuperando en el pasillo el aliento que había estado conteniendo, y dejando a Albert con alguna frase atascada en la garganta y los músculos tensos, bloqueando su propia necesidad de seguirle. Y lamentando, una vez más, ser tan cobarde y no poder tomar las riendas del deseo inhumano que sentía hacia Pablo.
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Los polos opuestos se atraen demasiado
RomanceEntre Pablo y Albert hay un pequeño problema que no tiene solución... o quizá sí.