Hablar se tradujo en lanzarse el uno en brazos del otro y besarse con tanta desesperación como aquella primera vez en el baño del Congreso. No es que lo hubiesen planeado así, pero compartir una sola mirada les bastó para comprenderlo. No podían ni querían esperar más.
La impaciencia pronto les llevó a palpar demasiado la ropa que les estorbaba, empezando Pablo a tomárselo en serio al emprenderla con los botones de su chaqueta.
- No me la rompas – masculló Albert como pudo, entre besos y suspiros. – Cuesta más que todo tu fondo de armario.
Pablo rió ante la provocación y acto seguido, un botón salió volando y rebotó por el suelo. Los ojos de Albert se abrieron con una mezcla de sorpresa e indignación.
- Serás cabrón.
- No he podido evitarlo.
Su risa entre inocente y descarada se vio interrumpida por un destello de venganza en la mirada de Albert, que le echó mano al pelo antes de que pudiera reaccionar y le soltó la coleta de un tirón. No se quedó ahí, sino que encima le empujó de espaldas sobre la cama y disfrutó desde su posición de la expresión desorientada de Pablo y su pelo suelto y algo descolocado. Al final tendría que dar las gracias por su chaqueta estropeada. Había servido para vencer momentáneamente los nervios y servirse en bandeja una imagen que tantas veces había imaginado.
- ¿Te gusta lo que ves? – soltó Pablo, recuperando su tono socarrón y sacudiendo la cabeza de forma teatral.
- No te haces una idea.
Albert se dejó caer sobre él con una delicadeza alejada de su comportamiento más reciente, luciendo una sonrisa de esas sinceras que iluminaban su cara y el universo en general, y cuando se volvieron a besar, esta vez sintieron algo más que hambre. Había necesidad, había impaciencia, había química, pero había además otra cosa. Algo menos explosivo, más indefinible, más duradero. No se atreverían a ponerle nombre en ese momento, pero estaba presente allí, mientras se besaban y se acariciaban, se enredaban y se sonreían. Al fin todo estaba en su lugar, ambos se encontraban justo donde se querían encontrar.
Y a pesar de ese arrebato de confianza vengativa, a Albert se le notaba verde en lo que hacía. No había ninguna pega que poner a sus besos, área en la que se defendía de maravilla, pero sus manos recorrían a Pablo con torpeza y una clara inseguridad. Como si no supiera exactamente dónde tocarle o si tenía permiso para hacerlo. Y cuando Pablo guió una de sus manos hacia su pantalón para que entendiera que podía desabrocharlo, Albert cogió el toro por los cuernos y metió la mano para acariciarle directamente, arrancándole un grito ahogado de sorpresa.
El catalán pareció algo desconcertado por su reacción, pero sin duda, hubo algo que llamó más su atención, a juzgar por la sonrisa burlona que se extendió por su rostro.
- ¿Ya estás así sólo con besarnos?
- Vete a la mierda.
- ¿Ahora? No me gustaría dejarte así.
Pablo no estaba dispuesto a ser el único con un problema entre las piernas, por lo que echó mano de su mejor repertorio de atenciones sobre su oído, su mandíbula, su cuello, las clavículas... Para la tarea, la camisa estorbaba y fue rápidamente desechada a un lado, mientras Albert casi se olvidaba de mover la mano que tenía ocupada, absorto como estaba en lo que Pablo hacía sobre su piel. Tenía un talento especial para descubrir sobre la marcha qué le gustaba más, atesorando las pequeñas reacciones y suspiros del catalán cuando su aliento se estrellaba contra su oído o sus dientes rozaban su garganta, y Albert empezaba a sentirse abrumado bajo su habilidad. Quizá por ello no fue plenamente consciente de que las manos de Pablo se aferraban a su espalda desnuda con auténtica necesidad, clavando las uñas en esa vasta extensión de músculos como tantas veces había imaginado.

ESTÁS LEYENDO
Los polos opuestos se atraen demasiado
RomansEntre Pablo y Albert hay un pequeño problema que no tiene solución... o quizá sí.