Capitulo 1 - Pequeño Monstruo

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Ocurrió por primera vez cuando tenía cinco años. Acababa de colorear
en Mi libro de jardín de infancia. Estaba lleno de dibujos picasianos de mamá y papá, un collage Elmer1 hecho con pañuelos de papel pegados entre sí y las respuestas a preguntas (color favorito, mascotas, mejor amigo, etc.) anotadas por nuestra centenaria profesora, la señora Peevish.
Mis compañeros de clase y yo estábamos sentados en la zona de lectura formando un semicírculo.
-Bradley, ¿qué quieres ser de mayor? -preguntó la señora Peevish, una vez contestadas las otras preguntas.
- ¡Bombero! -gritó él.
- ¿Cindi?
-Pues... enfermera -susurró Cindi Warren dócilmente.
La señora Peevish preguntó lo mismo al resto de la clase. Oficiales de
policía. Astronautas. Futbolistas. Finalmente me tocó a mí.
-Raven, ¿qué quieres ser de mayor? -dijo la señora Peevish mirándome
fijamente con sus ojos verdes. No contesté.
- ¿Actriz? Negué con la cabeza.
- ¿Médico?
-Nuh-uh -dije.
- ¿Azafata?
- ¡Puaj! -respondí.
- ¿Entonces qué? -preguntó irritada. Lo pensé por un instante.
-Quiero ser...
- ¿Sí?
-Quiero ser... ¡vampiro! -grité, para el asombro de la señora Peevish y de mis compañeros de clase. Por un momento creí que empezaba a reírse y quizá sí lo hizo. Los niños que se sentaban a mi lado empezaron a apartarse de mí lentamente.
Pasé la mayor parte de mi infancia viendo a los demás apartarse lentamente de mí.

Me concibieron en la cama de agua de mi padre o en el tejado del colegio mayor de mi madre, bajo un cielo estrellado.
Todo depende de quién de los dos cuente la historia. Mis padres eran dos almas gemelas que no podían dejar atrás los setenta: amor verdadero mezclado con drogas, incienso con olor a frambuesa y música de los Grateful Dead. Imagino a una chica descalza con vaqueros recortados, un top escotado y collares de cuentas abrazada a un chico bronceado de pelo largo, sin afeitar, con gafas a lo Elton John, chaleco de cuero, pantalones de campana y sandalias. Creo que tuvieron suerte de que no saliera más excéntrica. ¡Podría haber querido ser un hombre lobo hippie con abalorios en el pelo! Pero de algún modo acabé por obsesionarme con los vampiros.

Tras mi llegada al mundo, Sarah y Paul Madison dejaron de estar tan perdidos. O dicho de otro modo, mis padres dejaron de tener «la mirada tan perdida». Vendieron la floreada furgoneta Volkswagen en la que vivían e incluso alquilaron una propiedad. Nuestro apartamento hippie estaba decorado con pósters florales en 3D que brillaban en la oscuridad y con tubos naranjas que contenían una sustancia viscosa que
se movía sola: lámparas de lava, de las que era imposible apartar la vista.

Los tres nos reíamos y jugábamos a «Rampas y escaleras» mientras nos atiborrábamos de pastelitos Twinkies. Nos quedábamos despiertos hasta tarde viendo películas de Drácula, Batman y episodios de Dark Shadows con el infame Barnabus Collins en el televisor en blanco y negro que nos habían regalado al abrir una cuenta bancaria.
Me sentía segura bajo el manto de la noche, frotando la creciente barriga de mamá, que hacía ruidos semejantes a los de las lámparas
de lava. Pensaba que daría a luz a una sustancia viscosa, pero todo cambió
cuando finalmente dio a luz a una masa viscosa: «el Raro». ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Cómo pudo destrozar nuestras veladas de Twinkies? A partir de entonces, mamá se iba a dormir pronto y aquella creación a la que mis padres llamaron «Billy» lloraba y protestaba toda la noche.
De repente me encontraba sola.
Únicamente Drácula -el Drácula de la televisión- me hacía compañía mientras mamá dormía, el Raro berreaba y papá cambiaba pañales malolientes en la oscuridad.

Y por si eso fuera poco, me enviaron inesperadamente a un lugar que no era mi apartamento, que no tenía
pósters de flores salvajes en 3D en las paredes, sino aburridos collages hechos con las huellas de los niños. ¿Quién decora este sitio?, me pregunté. Por todas partes había niños y niñas que parecían sacados de un catálogo de Sears. Ellas llevaban vestidos de volantes y ellos, perfectamente repeinados, pantalones de pitillo. Mamá y papá lo llamaron «jardín de infancia».
-Serán amigos tuyos -me dijo para tranquilizarme mientras me aferraba a ella como si me fuera la vida en ello.
Se despidió de mí y me lanzó besos mientras yo permanecía sola junto a la matronal señora Peevish, lo cual era lo más solo que alguien puede estar. Vi a mi madre alejarse con el Raro apoyado en su cadera, mientras lo llevaba de vuelta a un lugar lleno de pósters luminiscentes, películas de monstruos y Twinkies.

De algún modo, me pasé el día cortando y pegando papeles negros, pintando los labios de una Barbie del mismo color y contando historias de fantasmas a la profesora adjunta mientras los niños del catálogo de Sears correteaban como si todos ellos fueran primos en un picnic de la típica familia americana.
Incluso me alegré de ver al Raro cuando mamá finalmente vino a recogerme.
Aquella noche me encontró con los labios presionados sobre la pantalla
del televisor intentando besar a Christopher Lee en Drácula.
- ¡Raven! ¿Qué haces despierta a estas horas? ¡Mañana tienes que ir a la escuela!
- ¿Qué? -exclamé. La tarta de cerezas Hostess que había estado comiendo cayó al suelo, y mi corazón con ella.
- ¡Pero creía que sólo tenía que ir una vez! -dije, presa del pánico.
-Cariño, ¡tienes que ir cada día!
¿Cada día? Aquellas palabras resonaron en mi cabeza. ¡Eran una
sentencia de muerte! Aquella noche, el Raro no pudo competir con mis
dramáticos lamentos y lloros.

Mientras yacía en la cama, rogaba por que el sol no volviera a alzarse y por una oscuridad sin fin. Por desgracia, el día siguiente amaneció espléndido y yo tenía un monstruoso dolor de cabeza. Ansiaba estar con al menos una persona con la que pudiese conectar. Pero no pude encontrar a nadie, ni en casa ni en clase.
En casa, las lámparas al estilo Tiffany reemplazaron las de lava, los pósters luminiscentes se cubrieron con papel pintado de Laura Ashley y un moderno televisor en color de veinticinco pulgadas sustituyó a nuestro tosco aparato en blanco y negro. En la escuela, me dedicaba a silbar el tema de El exorcista en lugar de cantar las canciones de Mary Poppins.

A mitad de curso traté de convertirme en vampiro. Trevor Mitchell, un niño rubio de pelo perfectamente repeinado y de cansados ojos azules, se convirtió en mi objetivo desde el momento en que me quedé mirándolo fijamente cuando intentó adelantarme en el tobogán. Me odiaba porque era la única que no le temía. Los niños y el personal docente le hacían la pelota porque su padre era el dueño de la mayor parte del terreno donde se asentaban sus casas.
Trevor estaba en la fase del mordisco, no porque quisiera ser un vampiro como yo, sino porque era mezquino. Había arrancado trozos de carne de todos menos de mí, y yo me estaba empezando a mosquear.

Estábamos en el patio, de pie junto a la canasta de baloncesto, cuando
pellizqué la piel de su enclenque bracito tan fuerte que creí que la sangre saldría a borbotones. Se puso colorado como un pimiento. Permanecí inmóvil y esperé. Trevor temblaba de ira y sus ojos rezumaban venganza mientras yo le sonreía maliciosamente. Entonces dejó la huella de sus dientes en mi mano expectante. La señora Peevish tuvo que obligarle a sentarse junto al muro de la escuela y yo bailé felizmente por todo el patio esperando transformarme en un murciélago.
-Esa Raven es extraña -oí que le decía la señora Peevish a otra profesora, mientras yo pasaba dando saltos al lado del lloroso Trevor, quien ahora descargaba su ira contra el asfalto. Le lancé un agradecido beso con mi mano mordida y mostré la herida con orgullo mientras me subía al columpio.

Ahora podría volar, ¿verdad? Aunque necesitaría algo que me hiciera coger mucha velocidad. El asiento se elevó hasta el nivel de la parte superior de la valla, pero
yo quería alcanzar las esponjosas nubes. Cuando salté, el oxidado columpio empezó a combarse. Tenía planeado volar a través del patio hasta alcanzar al sorprendido Trevor. Sin embargo, me precipité al fango, lastimándome aún más mi mano mordida.

Lloré más por el hecho de no poseer poderes sobrenaturales como los de mis héroes de televisión que por mi carne palpitante. Con el mordisco envuelto en un trapo con hielo, la señora Peevish me sentó contra la
pared para que descansara mientras Trevor, el mocoso mimado, jugaba con total libertad. Me lanzó un beso burlón y dijo «Gracias». Le saqué la lengua y le dediqué un insulto que había oído en boca de un gánster en El Padrino. La señora Peevish me hizo entrar inmediatamente. Me hicieron entrar muchas veces durante mis recreos infantiles. Mi destino era tomarme un descanso de mis descansos.

Vampire Kisses #1 - Ellen SchreiberDonde viven las historias. Descúbrelo ahora