III. El inicio del fin

117 10 1
                                    

Mi padre hasta el momento no se había preocupado de mí, probablemente por culpa de la enfermedad que padecía. Lo que había sido una situación excepcional ahora se había convertido en el pan de cada día. Papá llegaba muy tarde a casa e iba hasta el sofá de la manera que podía, su forma de andar ya no me parecía divertida. Se estiraba y acto seguido empezaba el espectáculo. Gritos. Órdenes. Lloros. Mamá me cogía en brazos, cuando mi padre la dejaba, y me llevaba a mi habitación, pero mi madre ya no se quedaba conmigo a dormir. Prefería ir a su habitación, gritar junto a mi padre y golpear con su cama mi pared, hecho que me impedía dormir y que me hacía sufrir enormemente. Llorar ya no servía para nada, pues mi llanto era mitigado por los fuertes lloros de desesperación de mamá mientras la cama seguía golpeando bruscamente mi pared.

Mis padres ya no se hablaban, al menos no delante de mí. No obstante, todo esto cambió cuando mi padre llegó a casa, muy temprano para ser él, con un sobre blanco en la mano. Creo que era un sobre del hospital porque en una de las esquinas superiores había una pequeña cruz. Al parecer mi padre ya había abierto el sobre y el contenido de éste no le gustaba demasiado. Mamá cogió el sobre y lo leyó. No pudo aguantarse en pie y se dejó caer en el sofá antes de romper a llorar como nunca la había visto llorar. Papá gritó y le dio un golpe a la pared del comedor. Él también se puso a llorar, nunca jamás había visto, ni hubiera podido imaginar, que mi padre pudiera llorar de aquel modo. La frustración y la desesperación se habían apoderado de su persona. Se dirigió hacia mi madre. Se paró delante de ella. La miró, mi madre no pudo aguantarle la mirada. Me señaló, señalo mi pelo y mis ojos. Levantó la mano y la pegó, aquella bofetada resonó por toda la casa y durante mucho tiempo dentro de mi cabeza. Papá cogió el sobre y lo rompió en mil pedazos. Se fue a su habitación. Al cabo de un rato salió de allí con una gran maleta y se dirigió hacia la puerta de casa. Abrió aquella pesada puerta de madera y se fue. Nunca más volví a ver a mi padre.

A partir de aquel día mi madre no volvió jamás a ser mi madre. Yo dejé de existir para ella. Dejó de darme el pecho, dejó de hablarme, dejó de mirarme, dejó de amarme. A mamá ya no le brillaban los ojos, su sonrisa se había perdido en la oscuridad, una oscuridad que me asolaba a diario, ya que muchos días mi madre tan siquiera se dignaba a venir a buscarme a mi habitación por las mañanas. Yo no tenía más remedio que pasar horas y horas junto a aquella masa negra a la que volvía a temer. No podía entender el porqué, pero al parecer yo era la causante de esa situación, al parecer papá se había ido por mi culpa, al parecer mi cabello y mis ojos fueron el desencadenante del inicio del fin.

OJOS DE BEBÉDonde viven las historias. Descúbrelo ahora