La extraña maldición de Granger

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Era la cuarta taza de café que tomaba esa noche. Una menos que en la guardia anterior, pero era temprano y aún tenía muchas cosas que revisar.

Desde que había decidido ser sanador, Draco pasaba días enteros en vela turno tras turno, curando enfermos, apersonándose de los casos que nadie más quería asumir y en muchas ocasiones, preparando él mismo las pociones que habría de administrar a sus pacientes.

Muchos admiraban su destreza e incluso había conseguido ganar prestigio y respeto.

Durante las reuniones con colegas siempre se mantenía relegado, en la última fila y agregando solo lo estrictamente necesario. Había optado por mostrarse como alguien independiente, entregado a su trabajo y listo para las eventualidades que tenía que enfrentar a diario.

Esa era la vida del heredero de los Malfoy.

Ahora habitaba un pequeño departamento muy poco parecido a la ostentosa mansión donde creció y con tan pocos recuerdos de aquella vida que cualquiera pensaría que algo como aquello jamás había existido. El pequeño niño arrogante que se jactaba de su crianza y su apellido, se había transformado en un hombre taciturno y solitario que entre los pasillos de San Mungo, construía una nueva historia sobre sí mismo.

Y es que se había convertido en un sanador excepcional, capaz de enfrentar aquello que a otros les parecía imposible, aunque aún cargaba con algo del estigma de su pasado.

Draco aún recordaba sus primeras semanas en el hospital mágico, en las que la consulta general se parecía una especie de batalla campal igual a la que recordaba pues las caras de horror y de desprecio, y el continuo rechazo de sus pacientes, le hacían pensar que tal vez había errado en su decisión.

Solo fue hasta el primer caso difícil de resolver cuando pudo demostrarse capaz de cambiar el rumbo de sus actos.

Y ahí estaba: sentado en la cafetería del hospital, enfundado en su impecable bata blanca de sanador y con un humeante café cargado frente a él. Pasaban de las doce de la noche y al verse sin trabajo inmediato, decidió echar un vistazo a los pacientes del piso en el que estaba de guardia.

A pesar de que a muchos les pareciera vacía, la nueva vida de Draco Malfoy era mejor de lo que había pensado algún día.

Mientras caminaba por los pasillos desérticos del hospital razonaba respecto de lo silencioso de aquel lugar y de la paz que aquello le proporcionaba. Había olvidado lo que eso podía significar pues hubo un momento de su vida en el que fue consciente que el sosiego y la tranquilidad eran un lujo que no todos podían darse y a los cuales él había tenido que renunciar por sus malas decisiones.

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Estaba cansado, pero era lógico luego de más de 36 horas de trabajo.

Todos en San Mungo sabían que Draco Malfoy era el único sanador que asumía turnos extenuantes y que evitaba presentarse a fiestas o pedir vacaciones, e incluso muchos se preguntaban qué era lo que tomaba o qué hechizos utilizaba para poder mantenerse en pie, pues no era sencillo debido a que en ciertas temporadas el hospital mágico se veía atestado de gente.

Había quienes querían conocer su secreto y aun así solo existía una persona que sabía por qué Draco Malfoy parecía una imparable máquina de trabajo.

Ella, la chica que había sido su amiga desde la infancia, aquella que fuera su primera cita y también su primer beso. La que era lo único que aún conservaba de sus años en el colegio.

Frecuentemente era visitado por ella en el hospital —principalmente cuando quería recordarle que se estaba arriesgando demasiado con su salud—, siendo precisamente ella la única con la autoridad para ponerle un alto a sus acciones e incluso, la única capaz de recordarle que no continuaba en el campo de batalla de aquel dos de mayo de años atrás.

Healer MalfoyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora