30.

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Lyonna;

Te escribo esta carta el día después del fallecimiento de tu abuela. Estoy en el funeral, a tu lado, tecleando este gurruño de sensaciones dolorosas en las notas del móvil. Ni siquiera sé si llegarás a leer esta carta en algún momento porque no quiero que revivas todo el dolor que estás sintiendo, pero siento que necesito dejar constancia en algún lado para dejar de pensar que todo es un mal sueño. A veces, consciencia de la situación nos ayuda a aceptarlo mejor. O igual me lo acabo de inventar. No lo sé. Hoy no sé nada.

Llevamos unas 30 horas despiertos. Juntos. No me he separado de ti en ningún momento, como te prometí. 

No sé qué decirte para poder llegar a ti. No sé lo que estás sintiendo, y tampoco lo que necesitas de mí. Hasta ahora, me he limitado a estar físicamente a tu lado. Sin más. Creo que es lo mejor. 

No dices mucho. Lloras desconsoladamente a ratos y te quedas muda en otros. Murmuras un par de síes y otros tantos noes cuando te pregunto por comida, ir al baño y ese tipo de cosas por las que no te apetece preocuparte. 

Me aprietas la mano cuando sientes que te tambalean las fuerzas y me dejas hablar a mí. Saludo por ti a gente que no conoces de nada y que no sabes por qué narices han venido al funeral de una persona a la que no querían ni por la que se preocupaban. Tragas saliva de la rabia que te da ver tanta gente ahora que ya nadie necesita su presencia, porque sabes que tu abuela odiaría esta situación tanto como tú. 

"Las visitas, como las flores, solo las quiero en vida", decía tu abuela Ágata. "¿De qué me sirve que me lleven flores cuando no las voy a poder disfrutar porque voy a estar muerta?"

Cuando pienso en las últimas horas se me revuelve el estómago. Tengo como una sensación pastosa en la boca desde ayer. No siento nada, y a la vez no puedo dejar de llorar como un crío.

Tengo la memoria como... borrosa. Como si mi cerebro se negara a procesarlo.

Recuerdo que cuando llegué al hospital y te vi, se me partió el alma en mil pedazos. Sentí miedo de dejarme alguno por el camino. Jamás podré olvidarme de lo esa sensación. Fue como si me clavaran un puñal en mitad del pecho y me abrieran en dos.

Cuando llegué a la habitación, estabas de rodillas en el suelo, con la cabeza escondida bajo tus brazos. Tomabas una de sus manos y la apretabas con fuerza entre las tuyas, mientras sollozabas desconsoladamente. De vez en cuando te tapabas la boca con una de tus manos porque tu abuela estaba dormida, y tú no querías que ella se despertara y te viera así. El corazón se me apretó con tanta fuerza sobre el pecho que casi me echo a llorar yo también.

No quería interrumpir, y perdóname si es lo que hice. Pero no podía seguir viéndote así.

Cuando llamé a la puerta creí verte temblar.

No te giraste, y yo no pretendía que lo hicieras.

Traté de acercarme a ti por inercia. No sabía cómo quitarte tanto sufrimiento y hoy por hoy sigo sin saber cómo. Quizá nunca sepa.

Tú te alejaste. Nos diste la espalda para que no pudiéramos verte la cara roja del llanto.

Cuando regresaste, tenías los ojos hinchados e inyectados en sangre, pero ya no quedaba rastro alguno de lágrimas.

Te acaricié la mejilla y te tembló el labio. No te culpo, a mí me tembló hasta la última célula del cuerpo. 

Trataste de calmar tu respiración errática mientras me abrazabas. Parecía como si te refugiases en mi pecho.

Respiraste profundamente mi perfume, como siempre solías hacer cuando empecé a usarla a los 11 porque decías que te gustaba mucho el olor, y volviste a alejarte de mí.

Te sentaste en un lateral de la cama sobre la que reposaba tu abuela. Tomaste una de sus manos entre las tuyas con fuerza, y sonreíste. La mirabas atentamente, casi con desesperación. Como si estuvieras intentando capturar todos los estímulos posibles para no olvidarlos nunca. Como si tuvieras miedo de que fuera a desaparecer ahí mismo, delante de tus narices. 

Entonces tu abuela sonrió y trató de abrir sus ojos en vano. Me sorprendió comprobar que tu abuela sacó fuerzas de vete a saber dónde para saludarme. Estaba llena de cables por todas partes y no podía casi ni abrir sus ojos, no sé si del dolor, del cansancio o por la analgesia.

Me reconoció y pronunció mi nombre con cariño. Casi se me sale el corazón por la garganta.

Siento también que tu abuela te echara de la habitación para hablar conmigo. Te dijo que fueras a por patatas, que quería comerse una bolsa de esas patatas con sabor a pizza que había en la máquina del hospital por última vez.

Cuando Ágata pronunció las palabras "por última vez" palideciste. Pude ver que casi te dio un paro cardíaco. A mí también.

Pero fuiste a comprarlas. Porque tú eres así, Ly. Entregada a los que amas.

Supongo que te preguntarás qué fue lo que me dijo. Bueno, no te preocupes. Nada que no imaginaras. Me hizo prometer que te cuidaría y protegería en su lugar. Le dije que eso era algo que ya tenía pensado hacer y me sonrió.

Siempre será la persona más dulce que habré conocido jamás.

También creo que era algo bruja. No de mala persona, sino de adivina. Ella me vio preocupado porque era cuestión de tiempo que se fuera y yo no quería que te pillara lejos. Pero tu abuela me cogió de la mano y me dijo que ella no se iría todavía porque tenía una última cosa que decirte.

Al principio dudé un poco de lo que me dijo. Sonreí con nostalgia porque sabía perfectamente lo mucho que iba a extrañar sus (quizá no tan disparatadas) premoniciones.

Por eso, cuando salí de la habitación a por un poco de agua para los tres, intenté olvidarme el nudo que se me había formado en el pecho. Era como si todos mis sentidos se estuvieran preparando para lo que venía, pero mi cabeza intentaba por todos los medios posibles convencerse de que era imposible que ocurriera allí, en ese mismo instante.

Y entonces lo escuché.

El grito más desgarrador que escucharé en toda mi vida. 

Fue como un rayo: inesperado pero mortal. Perforó mi pecho de lado a lado. Lo atravesó como si de una flecha con punta de hierro se tratara.

Era un grito agudo de desesperación, de agobio, de agonía. De miedo.

Fuiste tú, Ly.

Rugías el nombre de tu abuela una y otra vez. Decías "no" entre medias. Gritabas, chillabas. Pedías auxilio. Un milagro.

Me quedé perplejo en el sitio, no sabía qué hacer. Corrí desesperado hacia donde estabas, pidiéndole a todos los dioses habidos y por haber que no fuera real. Que no fuera lo que yo creía que era.

Mi cerebro entró en piloto automático y corrí tan rápido como nunca lo había hecho. Cuando llegué, no pude evitar romperme en pedazos. A tu lado.

Fue un completo caos.

Llorabas desolada, bramando. Los monitores a los que estaba conectada tu abuela emitían pitidos estridentes y pronto la habitación se llenó de médicos, enfermeros, auxiliares... Nos pedían a los dos que nos fuéramos de ahí.

Pero tú no te ibas. Decías que no querías abandonarla.

Te acompañé.

Finalmente, ocurrió lo peor.

Los gritos cesaron de un momento a otro y todo el ruido fue sustituido por un silencio ensordecedor, que ardía en las entrañas.

El mundo entero paró. No se escuchaba absolutamente nada. Solo vacío en todas partes.

Y, de alguna manera, aún sigue así. Todo vacío, en silencio.

No entiendo bien qué es lo que ha ocurrido ni lo que está por ocurrir. Solo sé que te quiero con todo mi corazón y que deseo que todo el dolor que sientes cese algún día.

Quiero estar contigo en estos momentos tan difíciles, porque sé cómo eres y me preocupa demasiado lo que estás pensando.

              —Miles.

Cartas para Ly.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora