Capítulo VIII

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  El fin de semana había llegado, trayendo consigo la tormenta que el cielo venía anunciando. Rafael se había interesado en los viejos libros que Avriel cuidaba con tanto esmero; aquella tarde se prestaba para curiosear entre las amarillentas hojas y los lomos forrados en cuero.

Avriel solía desaparecerse cuando necesitaba descansar. Casi siempre se iba a los rincones más oscuros de la casa,  se quedaba allí hasta que el sol comenzara a ocultarse. Rafael tomó un libro grueso de tapa dura para echar un vistazo, la mayoría de ellos estaban escritos en francés, idioma que todavía no dominaba del todo bien. La vieja puerta crujió, sobresaltando al chico, que cerró el libro de golpe levantando una pequeña nube de polvo. Su amigo asomó la cabeza, enseñando una mata de cabello castaño un poco despeinado.

—Rafa... ¿estás aquí? —empujó la puerta para meter el cuerpo y la acomodó nuevamente, cubriendo la entrada.

—¿Gerard?, ¿qué estás haciendo aquí?

Dejó el libro sobre la repisa, acercándose a su amigo. Este sostenía una bolsa de nylon en una mano, mientras con la otra se sacudía los hombros empapados por la llovizna.

—Hoy no trabajamos, y ayer no te llevaste nada de comer, así que te traje algo. No sabía si hoy ibas a casa. —Miró a su alrededor, alzando una ceja—. Todavía no termino de entender por qué estás viviendo en esta pocilga.

—Estoy bien. —Le arrebató la bolsa de las manos—. Pensaba ir mañana temprano.

—¿Qué te pasa?

Gerard era muy intuitivo, conocía tan bien a Rafael que había aprendido a diferenciar cada gesto; sabía cuando algo estaba sucediendo aunque él no quisiera decírselo.

—Me estás ocultando algo —sentenció, comenzando a buscar con la mirada alguna pista—. Rafael, escúpelo o te hago escupirlo.

—¡No es nada!, no seas paranoico; no hay nadie aquí.

Tragó saliva. Sabía que Avriel estaba cerca y que seguramente se había percatado de la presencia de su amigo. Había preferido no contarle nada a Gerard porque estaba seguro de que se pondría como loco y trataría de sacarlo de allí, no sin antes tachar a Avriel de demente. Se acercó a su amigo, que se había detenido frente a los cuadros. Por un momento pareció olvidar su búsqueda, sus ojos se pasearon por cada detalle de la pintura.

—Esto debe ser muy antiguo... ¿cómo es que sigue tan intacto? —estiró la mano para tocar la madera del marco y la pintura—. ¿Será pintura al óleo?, seguro Ángel estará encantado...

—¡No te las puedes llevar! —se colgó del brazo de su amigo cuando los nervios lo vencieron.

—¡Cálmate, hombre!, ¿por qué no?, no es que esté robándomelos, no creo que los dueños se ofendan.

—No lo entiendes, no puedes...

¿Qué iba a decirle?, contarle la verdad no era una opción. Gerard era el tipo de persona escéptica que no creía nada hasta no tenerlo frente a sus narices, y aunque lograra demostrarle que todo era real, seguiría manteniendo sus dudas.

—Rafael, vas a decirme qué o a quién demonios estás ocultando o lo averiguaré por mi cuenta —la voz de su amigo sonó demasiado áspera para su gusto.

—Es que es muy difícil de explicar y... —Bufó—. Vas a decirme que estoy loco y querrás que salga de aquí, y todo eso que haces cada vez que hago algo que tú consideras una locura.

—Claro —cruzó los brazos sobre el pecho, frunciendo el entrecejo—, venirte a vivir a una casa en ruinas, sin agua y sin luz es algo muy sensato, ¿verdad?, inténtalo, señor maduro. Prometo abrir mi mente para lo que sea, no creo que haya nada peor que esto.

A través del tiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora