Capítulo IX

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Podía escuchar las gotas de lluvia repiqueteando contra la ventana; el fuego consumiendo los troncos secos en la chimenea; la respiración de Rafael y sus latidos pausados, tranquilos. Cerró los ojos, estaba exhausto. Los párpados le pesaban, y nuevamente, aunque intentara con todas sus fuerzas ignorar el malestar, sentía sed. Se acurrucó en el sofá, y en ese momento sintió un par de brazos rodeando su cintura, y aquel característico olor a jazmines que por un instante consiguió helarle la sangre.

—Avriel...

Un par de manos tibias acariciaron sus mejillas en el instante en que escuchó su nombre siendo pronunciado en ese acento francés que tan bien conocía. Sonaba melódico, suave, un poco rasposo. Llevó sus propias manos hasta sus mejillas, tanteando aún con los ojos cerrados aquellos dedos finos de pianista. Su corazón se aceleró tanto que amenazó con hacerle estallar los oídos. Al abrir los ojos, un par de ámbares lo miraban con dulzura.

—Sasha... —Deslizó sus manos hasta el rostro del muchacho, pecoso, como si tuviera una galaxia dibujada sobre su nariz—. Esto es..., ¿eres real? Mon dieu...

—Estoy más cerca de lo que imaginas, chéri, ya no sufras, no te mortifiques más.

—No puedo... hay tantas cosas que quiero decirte, me haces mucha falta. Yo...

Cerró los ojos, pegando su frente contra la del chico; acariciando las frías manos que acunaban su rostro. Dejó que el aroma de Sasha inundara su nariz; no sabía si se trataba de otra jugarreta provocada por su mente, pero sentía la necesidad de aferrarse a esa sensación de plenitud y paz que lo llenaba, aunque todo aquello no fuera más que otra ilusión. Sintió las manos de Sasha abrazando sus muñecas con suavidad, su respiración sobre sus labios. Entreabrió los ojos para ver una vez más aquellos ámbares que imitaban al amanecer más dorado, pero ya no era Sasha quien estaba allí.

—¿Rafael?

Apartó las manos de su rostro, incomodándose por la cercanía. Rafael mantenía aquella sonrisa pícara que antes se dibujaba en el rostro de Sasha, sus miradas parecían ser las mismas. Contuvo la respiración al sentir el aliento cálido del muchacho acariciándole los labios; sus brazos le rodearon el cuello, dejando claras sus intenciones. Entonces, oyó un estruendo y la figura de Rafael se esfumó.

Otro sueño.

Se sentó en el sofá, llevándose la mano al rostro, cuando el corazón acelerado del muchacho lo sacó de su ensimismamiento. Rafael se encontraba parado al pie de la escalera, envuelto en las cobijas. Estaba pálido, con los ojos bien abiertos y los puños cerrados sobre los bordes del abrigo.

—Los... los truenos, yo les...

Otro estruendo llegó acompañado de un destello que consiguió iluminar por una fracción de segundo el lugar. Rafael dio un respingo, tropezándose con el último escalón para caer de bruces sobre el posa brazo del sofá. Avriel, en un movimiento rápido, lo atrapó justo en el instante en que otro trueno simuló quebrar el cielo. Rafael se cubrió el rostro con las manos, respirando de forma agitada. Desde que era un niño le tenía una terrible fobia a los truenos.

—Cálmate. —Avriel tiró de su cuerpo para terminar de subirlo al sofá y sentarlo junto a él—. Es solo una tormenta.

El muchacho no se movió. Mantuvo los puños cerrados sobre su rostro, en un intento por mantener la calma que parecía quebrantarse con cada nuevo destello. Avriel estiró el brazo, apoyado la mano sutilmente sobre el hombro del muchacho, que temblaba como una débil rama a punto de ser quebrada por el viento. Quería dejar de pensar, pero las imágenes continuaban sucediéndose en su cabeza una y otra vez. Nuevamente, no se atrevía a mirar a Rafael a los ojos, y agradecía enormemente que estuvieran cubiertos en aquel momento.

A través del tiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora