Capítulo XII

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El dolor era tan fuerte que apenas le permitía moverse. Sentía el ardor de las quemaduras, los golpes en su cuerpo parecían repetirse una y otra vez, llevándola a una agonía que por momentos parecía interminable. La inquisición llevaba meses tras su cabeza; para ellos las brujas no tenían perdón de Dios, incluso su madre había tenido el mismo destino; acusada bajo ningún fundamento por sostener un estilo de vida diferente. Cuando consiguieron encontrarla, el ataque fue sorpresivo y la dieron por muerta. Nadie lloraría por ella, nadie la buscaría. Sintió un par de brazos alzándola. Apenas tuvo fuerzas para quejarse mientras la sacaban de la cabaña en llamas. Reconoció esa voz desesperada que le repetía una y otra vez que todo estaría bien. No pudo mantenerse despierta a pesar de que aquella persona le rogaba que no cerrara los ojos, que no lo abandonara. De repente, el dolor desapareció. Escuchaba un llanto, algunos susurros y algo similar a unas campanillas. Sentía sus brazos y piernas flotar, y el zumbido del agua entrando y saliendo de sus oídos.

«El alma del inocente unida por un lazo, el intercambio equivalente entre dos elementos. La sangre de un mortal amado te concederá la vida eterna. No dormirás, no morirás. Podrás sentir, podrás sufrir. La luz del sol no podrá tocarte, serás una hija de Caín».

Entonces, sus ojos se abrieron. Pudo ver a su esposo parado frente a un hombre, que sostenía una daga de plata.

—¡No!

«La sangre de un mortal amado te concederá la vida eterna».

—¡Déjenlo, por favor!

Su cuerpo parecía estar aprisionado y las palabras no salían de su boca, por más que lo intentara. El hombre no opuso resistencia en ningún momento, sabía lo que estaba sucediendo y el destino que le aguardaba, pero La amaba demasiado como para dejarla morir en manos de aquellos desalmados. Irían por ella y acabarían con su vida.  No estaría para defenderla, pero le dejaría las armas suficientes para que ella pudiera valerse por sí misma. 

«No dormirás, no morirás».

La daga cortó su cuello y la sangre fue contenida en una copa dorada. Alessa sintió como su corazón se rompía en pedazos. Quería despertar de aquella horrible pesadilla o morir allí mismo. 

«Podrás sentir, podrás sufrir. La luz del sol no podrá tocarte, serás una hija de Caín».

El cuerpo cayó de rodillas, tan pálido como un campo en pleno invierno. El hombre se acercó, levantando la cabeza de Alessa con cuidado y vertió la sangre de la copa sobre sus labios, obligándola a beber. El sabor metálico inundó su boca y de inmediato, un dolor agudo recorrió todo su cuerpo. Comenzó a retorcerse mientras la sangre se escurría por su garganta, quemándole las entrañas. La agonía duró apenas unos minutos y al final, todo quedó en tinieblas. 

«No dormirás, no morirás».

Las paredes de madera de aquella vieja cabaña fueron testigos de otro de sus ataques. La ira se había apoderado de la poca cordura que le quedaba, llevándola al límite de la locura. Empujó una pila de papeles y libros viejos, estrellándolos contra el piso, mientras chillaba con desespero, maldiciendo a diestra y siniestra. Detestaba que las cosas no salieran como ella quería. Avriel había regresado, pero, ¿quién era ese chico? Se apoyó en la pared, deslizándose hasta caer al suelo; sus largos dedos se enredaban en su enmarañado cabello. Había llegado demasiado lejos como para permitir que otro mocoso se interpusiera en sus planes. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos oscuros; lágrimas de rabia, de dolor; de tristeza oculta en una sed irracional de venganza. No podía permitirse cometer más errores.

 No podía permitirse cometer más errores

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